sábado, 14 de agosto de 2010

¡Qué es lo estrictamente filosófico?


El camino que me propongo trazar en este proyecto, no puede sino comenzar con la consideración respecto de qué es lo estrictamente filosófico. La pregunta apunta a reflexionar sobre aquello que se ha dado en llamar criterio de demarcación. Si es que existe tal criterio, sería importante indagar tanto su origen, como su alcance y fundamentación. Asimismo, si este criterio tiene un carácter universal o no es más que contingente. Es decir, si en todas las épocas de la historia de la enseñanza filosófica ha habido un grupo de autores que acapararon la atención, de tal manera que su pensamiento ha quedado enquistado y naturalizado en la práctica docente o, por el contrario, no es más que el resultado arbitrario motivado, ya sea por presupuestos e ideologías políticas o por antojadizos caprichos pedagógicos, entre muchas cosas.

De manera que, de lo que se trata es de dilucidar qué entendemos por estrictamente filosófico, para poder comprender el por qué muchos autores a lo largo de la historia de la filosofía han sido ignorados y deshabilitados del encuadre filosófico, muy a pesar de sus propias propuestas de pensamiento. La intención consiste en responder a varias preguntas que están decididamente concatenadas. La pregunta sobre lo estrictamente filosófico nos lleva a reflexionar sobre si la filosofía tiene propiamente un origen histórico, con una estructura, una normativa y un criterio de justificación determinado inamoviblemente y válido para todas las generaciones. Algo así como un canon establecido.

Si existiera un canon establecido históricamente con la potencialidad de perpetuarse en el tiempo por la validez de sus procedimientos y de sus problemas planteados, entonces, el pensamiento filosófico estaría restringido a una metodología y fundamentación determinada. Si fuera así, entonces se justificaría que muchos autores hayan sido borrados de la enseñanza filosófica en los medios académicos.

La consideración de aquello que es estrictamente filosófico nos lleva de la reflexión sobre si la filosofía tiene un origen histórico, a plantearnos si también el criterio de demarcación lo tiene. En el caso de que pensemos como origen histórico de la filosofía el contexto griego del siglo sexto antes de Cristo, ¿qué entendían por filosofía aquellos que estaban situados en ese contexto? ¿Se puede determinar un canon establecido de temas, problemas, justificación, metodología y autores en este contexto? Si esto fuera posible, ¿Quiénes serían los autores, cuál sería la metodología y cuáles serían los problemas? En definitiva, ¿cuál sería el criterio de demarcación instituido, si es posible encontrar alguno?

Como se sabe, y si admitimos un origen histórico de la filosofía, el pensamiento filosófico tenía como objetivo el conocimiento de la totalidad de los entes. Su propósito era holístico. Los filósofos presocráticos buscaban un arjé constitutivo de toda la realidad. Tanto Platón como Aristóteles construyeron relatos y pensamientos que involucraban un deseo por la totalidad del saber. El conocimiento no estaba separado en ramas inconexas, sino que formaba parte de un todo orgánico. A ninguno de ellos se les ocurriría decir que ciertos problemas de la realidad eran filosóficos y otros no. Sería un absurdo. La realidad era pensada como una totalidad y el saber filosófico debía contener a esa totalidad en sí mismo.

¿Qué criterio de demarcación puede ser válido en una visión holística del mundo y del saber? Ninguno. ¿Qué y quién pueden determinar con precisión que es lo estrictamente filosófico? ¿Por qué? ¿Para qué? La visión de la realidad en el origen histórico de la filosofía era omnicomprensiva.

Si la filosofía no tuviera un origen histórico, el criterio de demarcación sería aún menos probable, pues, ¿dónde lo pondríamos?, ¿qué recortaríamos?, ¿qué pondríamos como criterio válido para el conocimiento: la razón, la fe, la coherencia, la correspondencia del discurso con la realidad, el mito, la leyenda? ¿En qué momento lo pondríamos y quiénes lo harían?

Sea que la filosofía tenga un origen histórico o no, el criterio de demarcación sigue siendo un problema a resolver. Y no es un problema menor, puesto que es el disparador de muchos cánones preestablecidos arbitrariamente a lo largo de la historia y, actualmente, de muchos sistemas educativos. Es decir, se construyen programas bajo presupuestos que involucran decididamente aquello que se considera como filosófico en desmedro de aquello que se rechaza como antifilosófico. Y la validez del criterio demarcativo, pretende ser filosófica.

Dentro de esta cosmovisión del mundo, occidental y posmoderna, el criterio entrona a la Razón occidental como patrón normativo absoluto, dejando de lado otras formas de acceder al saber. Esta determinación, si bien pretende ser filosófica, es estrictamente antifilosófica. Restringe la posibilidad de saber y normatiza y diviniza a la Razón como si fuera un criterio absoluto. Sin embargo, el criterio racional de los problemas, que es muy limitado por cierto, como ha sido demostrado por muchos filósofos, no es más que uno de los tantos criterios posibles.

No obstante, se construyen y se delimita lo que es filosófico de aquello que no lo es, en base al criterio de la Razón. Es este criterio el que va descartando autores porque aparentemente no encajan en aquello que se entiende como “racional, occidental y filosófico”, sin explicar bien por qué.

Sería importantísimo poder rastrear cómo el criterio de demarcación ha sufrido varios virajes desde que históricamente ubicamos el origen de la filosofía hasta la actualidad. ¿Ha habido siempre el mismo criterio de demarcación? ¿Han sido siempre los mismos autores los que quedaron y quedan fuera del canon establecido? ¿No ha habido un corrimiento de este criterio en base a las diferentes formas de entender la vida en occidente? ¿Es posible mantener un mismo criterio a lo largo de la historia? ¿Están la Antigüedad, la Edad Media, la Modernidad e incluso la Posmodernidad atravesados por un mismo criterio demarcativo respecto de qué es lo propiamente filosófico? ¿Qué sucede con otras cosmovisiones del mundo, como las que surgen de oriente?

Estas son algunas de las preguntas que deben poder responderse si se pretende analizar con profundidad el enorme problema de la demarcación. Para muchos, puede ser que éste no sea un gran problema; sin embargo, si no entendemos cuáles han sido los criterios que se han tomado y se toman en la actualidad al respecto, nunca podremos saber porqué ciertos autores han sido y son relegados de las aulas.

La propuesta intenta investigar el proceso por el cual el criterio de demarcación ha ido virando históricamente, analizando cuáles han sido los factores internos y externos que han contribuido al cambio. Además, intenta descentralizar la enseñanza filosófica de aquellos marcos arbitrarios en los que ha sido encuadrada en estos últimos años en algunos centros académicos, para hacerla mucho más holística.

El criterio de demarcación entre lo que se debe enseñar y lo que no se debe, siempre ha sido el mismo durante varios años: Pensadores como Marx, Nietzsche, Unamuno, Kierkegaard, Jaspers, Feverbach, entre otros tantos, han sido relegados del ámbito académico o a lo sumo, trabajados en seminarios extracurriculares o en pequeños espacios en alguna materia. Esta perspectiva nace de una comprensión elitista de la enseñanza y, de ninguna manera, es verdaderamente filosófica.

Una vez analizado todo lo concerniente al criterio de demarcación, me propongo demostrar cómo la filosofía desde su origen históricamente considerado y mucho antes también (estoy pensando tanto en otras cosmovisiones como en el período homérico) ha estado ligada íntimamente al pensamiento sobre lo religioso y lo sagrado. Mi interés será demostrar cómo el pensamiento que consideramos filosófico ha sido enhebrado sobre la telaraña de lo trascendente, de lo sagrado, de lo místico, de lo sobrenatural.

Intentaré probar que lo que llamamos filosófico está íntimamente unido a lo sagrado y divino, sin ninguna partición dualista u ontológica. Decir “lo filosófico” es indagar respecto de la posibilidad de un mundo impregnado por el encantamiento de lo sagrado. Desconocer esto, es descontextualizar históricamente tanto el pensamiento de los presocráticos como de Platón, Aristóteles y muchos de los filósofos de todas las épocas.

Mientras que en la actualidad, en muchos centros académicos se recorta a ciertos autores por considerar que no han hecho grandes aportes filosóficos (¿desde qué lugar?) o porque sus obras no merecen demasiada atención porque están ligadas a lo religioso (corte que se hace en nombre del pensamiento universal), el comienzo del pensar filosófico está muñido de una comprensión holística de la realidad y de una vinculación religiosa sorprendente. Tanto que, como señalé, es imposible entender una sin la otra. ¿Acaso se puede entender el pensamiento del Sócrates de Platón sin remitirnos al oráculo en Delfos o a las Musas inspiradoras? ¿No es cierto que aun la concepción gnoseológica de Platón está envuelta en el mito del río Leteo? ¿Con qué criterio podemos separar a un autor de la totalidad de su obra? ¿Cuál es el criterio para afirmar que dentro de una obra existen aspectos filosóficos y otros que no lo son? ¿Desde qué lugar se puede entender a un autor fuera del contexto general de su obra? ¿Qué nos habilita para recortar páginas de un autor porque entendemos que su reflexión se torna religiosa?

En fin, estas preguntas surgen de la contradicción que supone interpretar a un autor desligándolo del aspecto religioso de su obra. Verdaderamente, esto es tan ridículo como pretender enseñar a tocar la guitarra sin la totalidad de sus cuerdas. Y eso es lo que se hace desde las aulas cuando arbitrariamente se parte a un autor, simplemente por prejuicios que no surgen del autor, sólo de quienes lo abordan.

Así, mi recorrido parte del análisis del criterio de demarcación, para demostrar lo arbitrario que es establecer tal criterio, tanto por desdecirse con el propósito prístino de la filosofía entendida históricamente (holística), como por estar sujeto a los cambios interpretativos de la realidad (contingencia). Aún más, por desdibujar a un pensador, fraccionándolo dentro de su propia obra, entre aquello que es filosófico y aquello que es religioso, mítico, místico, entre otras cosas (dualismo innecesario). Finalmente, el criterio es arbitrario, porque está sujeto al capricho de los educadores.

Desde el análisis del criterio de demarcación, deseo demostrar cómo la idea de lo divino, en todas sus formas, ha sido el centro de todas las especulaciones filosóficas y, sin embargo, se considera en la actualidad, como antifilosófica, simplemente por prejuicios no filosóficos.

Desde ya, que la propuesta parece ser demasiado ambiciosa, pero de ningún modo irrealizable. No pretendo realizar un análisis empírico de programas curriculares, pues esto no tendría ninguna utilidad. Pero sí, pretendo realizar un recorrido teórico que trate de desandar todas estas cuestiones que me parecen de vital importancia para la práctica de la enseñanza filosófica en el aula. Quiero investigar por qué los criterios van cambiando, qué es lo que se oculta o intenta ocultar detrás de esos cambios, por qué se desvincula a los autores de la plenitud de sus obras, qué pone de moda a un autor y qué hace que otro caiga en desgracia, quiénes son los responsables, cuál es la influencia externa, ideológica, política que está presente, cuál es el nivel de conocimiento de los educadores respecto de la totalidad de las obras de un autor, en nombre de qué o de quién se hacen los recortes pedagógicos, por qué lo religioso no cuadra dentro de lo filosófico. Estas preguntas son sólo algunas de las tantas que me mueven a investigar. Claudio G. Barone.

viernes, 16 de abril de 2010

Las mil caras del cristianismo




Introducción.


El cristianismo no ha sido ni es un movimiento homogéneo. Tanto sus enseñanzas como sus prácticas y formas de culto han sido distintas en cada período histórico desde su origen. No existe una forma acabada del cristianismo ni mucho menos un grupo selecto de iluminados con la capacidad de descifrar en forma infalible los contenidos misteriosos de la revelación hagiográfica. A pesar de que algunas confesiones e instituciones cristianas desde todos los tiempos se han arrogado ser las depositarias de la verdadera interpretación bíblica, la disidencia interpretativa entre ellas aún en aquéllos principios que se suponen inamovibles, lo desmiente.
Las disidencias no sólo se dan entre las distintas y variadísimas manifestaciones cristianas, sino también, entre los miembros de una misma denominación. El cristianismo actual como el prístino está dividido en distintas confesiones de fe, que suponen distintos orígenes culturales, distintas influencias filosóficas y distintas escuelas teológicas, que obedecen a distintas cosmovisiones y a distintos intereses políticos y económicos. Es decir, el cristianismo no es un movimiento aislado e independiente de la sociedad ni de los procesos que dan lugar a las distintas formas de interpretar el mundo. El cristianismo es un movimiento que está en el mundo y no contra el mundo ni a pesar de él.
Las distintas cosmovisiones que han predominado a lo largo de su breve historia, han fragmentado al cristianismo. El cristianismo ha tenido que vestirse con distintas ropas para poder sobrevivir al oleaje del poder político. En algún sentido, ha tenido que modificar sus doctrinas reinterpretándolas desde distintas carátulas conceptuales. Ha sido absorbido tanto por concepciones filosóficas como por políticas de dominación interesada. El cristianismo ha tenido tantas caras como las caras de cada uno de sus seguidores, es decir, existen tantos cristianismos como cristianos.
Que existan tantos cristianismos como cristianos no sólo significa que las variantes interpretativas sean múltiples, sino también, que el proceso de conversión interior es privado y sus manifestaciones son públicas y están determinadas históricamente. Lo que puede ser universalizable del proceso de conversión es el hecho de que es una experiencia interior privada, inexplicable e intransferible. Sin embargo, sus manifestaciones públicas, sus exteriorizaciones están determinadas histórico-socialmente. Es decir, la experiencia de conversión atraviesa a todos los hombres cualquiera sea la época y cosmovisión dominante; en cambio, las expresiones visibles de esta experiencia, las consecuencias prácticas de la misma, han ido variando según sea, no sólo el período histórico sino además, las motivaciones personales, las interpretaciones dogmáticas y las expectativas escatológicas.
El cristianismo es un movimiento que se ha caracterizado desde su nacimiento por la heterogeneidad. La fila de sus miembros se compone tanto de personas educadas como Pablo o Lucas, como por pescadores como Mateo. Y por eso mismo, las interpretaciones que cada uno iba a dar del ministerio de Cristo estaban atravesadas por lo que ellos eran como personas. En este sentido, todo su bagaje cultural o la ausencia del mismo, generaron distintas lecturas del verbo hecho carne.
Las múltiples formas de entender, de explicar o de creer en el cristianismo, nos lleva a la disolución de lo que no es más que una ilusión, es decir, que haya una única manera de interpretar el cristianismo. En otras palabras, que haya un único cristianismo, a pesar que existe un único Cristo. Sin duda, el cristianismo es un misterio que tiene a Dios como el autor de ese misterio y que ha querido darse a conocer a través de un proceso hermenéutico revelacional que lo tiene a Él como el primer principio inmutable e inamovible. Esto es, el cristianismo se comprende mucho más como un proceso hermenéutico de la realidad, en la que existen muchos filtros mediadores que se codeterminan, que persiguen un fin preestablecido.

I-Dios se interpreta a sí mismo.

Si se admite que Dios es el Creador del mundo y que uno de sus atributos esenciales es su omnisciencia, entonces el primer proceso interpretativo y fundante de todos los demás procesos interpretativos de la realidad, reside en su propia visión o construcción sobre lo que ha de crear. Y su propia construcción requiere de una interpretación al interior del ser mismo de Dios. Es Dios quien interpreta para sí mismo lo que luego va a ejecutar. Es Él quien planifica y determina el orden de las cosas. Y es este acto creativo planificadamente intencional el que da cuenta de la primera interpretación que tenemos de la realidad y el principio de una larga cadena hermenéutica.
El proceso interpretativo de Dios al interior de sí mismo marca fundacionalmente el hiato existente entre las cosas que hay en el mundo, por un lado, y las interpretaciones que hacemos de éste, por el otro. Las cosas que hay en el mundo han sido creadas por Dios a partir de una interpretación al interior de sí mismo y, por eso mismo, sólo Dios puede interpretarlas en forma verdadera, sin embargo, los seres creados sólo podemos aspirar a dar meras interpretaciones de lo que ha sido creado y, por ello, el hiato existente entre las cosas y nuestras interpretaciones de ellas es insalvable. Los seres humanos nunca podremos tener acceso a interpretar las cosas tal cual Dios las ha interpretado al interior de sí mismo.
Partiendo de la base de que sólo Dios puede conocer las cosas tal cual son, porque El las ha establecido y predeterminado, las interpretaciones que los hombres puedan hacer de la realidad, del mundo empírico y espiritual, sólo pueden conducir a verdades relativas, a pesar de que Dios ha querido revelar parte de sus misterios a través de la encarnación, puesto que lo que Él ha querido revelar también está sujeto a la interpretación de aquéllos que han sido sus destinatarios. De manera que el primer filtro interpretativo de la realidad está marcado por el hecho de que no podemos conocer las cosas tal cual Dios las conoce, según como Él las ha interpretado a sí mismo.

II- La revelación parcial de Dios está sujeta a las interpretaciones humanas.

En primer lugar, la revelación de sí mismo por parte de Dios es una revelación parcial y, al mismo tiempo, está acotada por la interpretación de los hombres a quienes fue destinada la revelación. De manera que el segundo filtro interpretativo está marcado por el hecho de que la revelación fue interpretada dentro de un marco cultural y social determinado. Se podría admitir que la revelación tiene pretensiones de universalidad pero, de ninguna manera, las interpretaciones de esa revelación. Aún la revelación misma es histórica y selectiva. Tiene destinatarios particulares, individuos elegidos por Dios.
La historicidad del acto revelatorio puede ser pensada como parte del plan que Dios se propuso de antemano en su interpretación de sí mismo. Esto justificaría el hecho de que la revelación tenga como finalidad el progresivo desvelamiento de su interioridad a todos los hombres de todas naciones. Sin embargo, admitiendo que esto sea de esta manera, no invalida el hecho de que la revelación sea histórica y requiera de la interpretación privada de sus destinatarios. Es decir, la revelación es algo muy distinto que las interpretaciones de la misma. Si la revelación fuera lo mismo que las interpretaciones, entonces pensaríamos que Dios anuló las libertades individuales de sus criaturas, los poseyó y los obligó a escribir exactamente lo que Él quería. Suponer esto es pensar que Dios creó juguetes pasibles de ser manipulados para que cuadren con sus intereses.

III -Lo escrito es distinto a lo revelado

Si Dios se ha revelado, si El se ha comunicado, lo que los hombres han escrito de esa revelación no sólo está tamizado por una cultura particular sino, por la experiencia personal del escritor. Es decir, cada escritor enfatizó en aquéllas cosas que más le llamaron la atención, quizás motivado por su historia personal y desde un lugar del saber determinado. La revelación no ha sido ha dictado, esto es, Dios no les ha dicho: bueno, ahora copien. Los escritores han dado su punto de vista. De manera que el tercer filtro está marcado por la distancia que existe entre lo dado a conocer por Dios y lo plasmado en los escritos Bíblicos. Con esto no quiero decir que lo plasmado sea errado, lo que quiero marcar es que lo escrito es algo interpretado y sujeto a interpretación.

IV- Lo escrito es distinto a lo interpretado por los cristianos

Lo que ha sido escrito en la Biblia que supone la interpretación de aquéllos que la escribieron dentro de un marco histórico determinado, no es lo mismo que los cristianos interpretamos cuando la leemos. Los cristianos hacemos una interpretación de una interpretación, desde una cosmovisión distinta y desde distintos contextos socioculturales. No se puede entender los hechos sucedidos de la misma manera que lo entendieron aquéllos que lo vivieron. No se puede y no se debe. Si lo escrito fuera lo mismo que lo interpretado por todos los cristianos, entonces no tendría sentido hablar de primeros destinatarios de la revelación y caeríamos en el error de pensar que el Apóstol Pablo escribió pensando en los cristianos de Argentina veintiún siglo después. Que la enseñanza paulina sea válida para todas las épocas y para todos los contextos no se desprende de lo que ha sido escrito; es un dogma de fe.

V- Lo escrito es distinto a lo traducido

Sin lugar a dudas, lo que fue revelado que es distinto de lo que fue escrito, también es distinto de lo que fue traducido. Las distintas traducciones hechas de lo revelado terminaron por minar casi completamente el sentido prístino que tenían ciertas ideas para quienes fueron sus depositarios originales. Detrás de toda traducción hay un mundo distinto. La traducción palabra por palabra, es imposible de realizar, dado que detrás de las palabras existe una mentalidad distinta, una forma de entender el mundo diferente. De manera que lo traducido no es más que una acomodación linguistico-cultural de lo originalmente escrito.


Conclusión


Con todos estos filtros se torna dificultoso el alcance de la verdadera Palabra de Dios, de aquella que nace de su pensamiento que se piensa a sí mismo como motor hermenéutico inamovible. Claudio G. Barone.

martes, 6 de abril de 2010

Los derechos humanos y el relativismo cultural



I- Enfoque crítico de las características atribuidas a los derechos humanos, en el marco del relativismo cultural.

El carácter de universalidad atribuido a los derechos humanos, no siempre fue entendido en forma correcta ni mucho menos abordado desde una sincera neutralidad intelectual, dado que la misma no existe en ningún ser humano. Por otra parte, aunque supongamos que exista consenso general en cuanto al carácter universal de los derechos humanos, no todos están de acuerdo sobre cuáles y cuántos son estos derechos que le asisten a todos los hombres. Más aún, la implementación de ciertos derechos más o menos acordados por todos va a ser totalmente distinta según sea la cultura y el régimen político de cada País. Con lo cual, que algo sea universal no significa que todos entiendan lo universal de la misma manera, ni mucho menos que haya simetría en la práctica de ciertos derechos en las distintas cosmovisiones existentes en la actualidad y desde todos los tiempos. En este sentido, la historia que nos relata Antonio. E. Perez luño, es más que pertinente: “Cuéntase-nos dice Jacques Maritain-que en una de las reuniones de una Comisión nacional de la UNESCO, en que se discutía acerca de los derechos del hombre, alguien se admiraba que se mostraran de acuerdo sobre la formulación de una lista de derechos, tales y tales paladines de ideologías frenéticamente contrarias. En efecto, dijeron ellos, estamos de acuerdo tocante a estos derechos, pero con la condición de que no se nos pregunte el porqué”. (1).

De manera que cuando hablamos de universalidad estamos hablando de muchas cosas y al mismo tiempo de ninguna. Que todas las personas se rijan por los mismos criterios de acceso a la realidad y al conocimiento no es más que una ficción logico-occidental. El acceso interpretativo de la realidad tiene múltiples aristas y todas ellas totalmente irreductibles. Algunos acceden a la realidad por medio de revelaciones místicas y configuran su mundo a través de preceptos que suponen dados por los dioses; otros prefieren creer en la Razón como motor explicativo de las cosas; sin embargo, tanto unos como otros, crean ficciones interpretativas para amoldar sus vidas y su propia historia. Con esto quiero significar que aquello que cada uno entienda por universal con relación a los derechos humanos, está encuadrado en una cosmovisión predeterminada que constituye todo un tejido social inamovible o al menos pasible de cambios históricos graduales. Intentar validar ciertos derechos en culturas con cosmovisiones diferentes, de la misma forma en que se validan en las propias culturas bajo el concepto de universalidad, no sólo es una intromisión insalvable sino, más aún, un gesto de soberbia y una manifestación de superioridad inadmisible.

Asimismo, el relativismo cultural que encierra distintas concepciones del mundo y, en consecuencia, distintas interpretaciones respecto de cuáles son los derechos humanos y cómo deben ser aplicados, de ningún modo debe entenderse como un bloque absolutamente homogéneo, sino totalmente heterogéneo, dado que subyacen al interior de cada cultura diversas subculturas y al interior de cada paradigma cosmofilosófico dominante otras tantas alternativas diferentes. Con lo cual, la idea de universalidad de los derechos humanos se diluye aún más. Es decir, siendo tantas las alternativas socioculturales, el carácter de universalidad se pierde, se torna inatrapable.

Esta vocación de universalidad de los derechos humanos, más allá de que no todos entiendan lo mismo cuando hablan de ellos, no sólo por los múltiples horizontes interpretativos, sino también porque, como dice Antonio Enrique Perez Luño: “La expresión derechos humanos ha sido empleada también con muy diversas significaciones (equivocidad), y con indeterminación e imprecisión notables (vaguedad)”(2), desde la teoría política, ética y aún desde el ámbito jurídico; por ello, tiene como antecedentes históricos distintas cartas y declaraciones que, si no pueden ser eficaces en la práctica, aunque tengan la nota de la validez jurídica, es decir, aunque el órgano y el procedimiento de la implementación de las normas haya sido el adecuado, no sirven absolutamente para nada.

De qué sirve declarar y establecer jurídicamente ciertos derechos si en la realidad el cumplimiento se torna incierto. De qué sirve establecer jurídicamente que todos tienen derecho a la salud, a la vivienda, a la educación, a la alimentación, si todas estas cosas son el privilegio de algunos pocos, si su cumplimiento, lejos de ser universal está sesgado ideológicamente por aquéllos mismos que lo normatizan; en definitiva, si lo prescriptivo está absolutamente separado de los descriptivo, lo que debe ser de lo que es. En tal sentido, dice A E. Perez Luño, citando a Bentham: “Un claro ejemplo de esta forma imprecisa y equívoca de utilizar la expresión derechos humanos en las declaraciones y en el lenguaje vulgar es, a juicio de Bentham, la confusión entre la realidad y el deseo. Las buenas razones para desear que existan los derechos del hombre no son derechos, las necesidades no son los remedios, el hambre no es el pan” (3).

Por otro lado, ¿entienden en todo el mundo las mismas cosas a pesar de que las normas sean las mismas o similares?, ¿existen en todo el mundo las mismas normas jurídicas en relación a los derechos humanos?. Pareciera que no. Si aquello que debe ser universal no es más que la pretensión de una ideología particular, acotada a una particular cosmovisión del mundo, lo universal se torna doblemente ilusorio: Primero, porque no todos tienen la misma ideología; segundo, porque cualquiera sea la ideología y cualquiera sean las normas de derecho, si no tienen un cumplimiento efectivo, son meras declaraciones metafísicas, aunque jurídicamente tengan validez desde las distintas perspectivas ideológicas.

. Sin embargo, pareciera haber ciertos principios que deberían atravesar a todos los hombres por igual y si no lo hace no es debido a la interpretación subjetiva de la superioridad de un paradigma cultural respecto de otro, sino más bien al descaro y autoritarismo de ciertos manipuladores que manejan el poder arbitrariamente. Por ejemplo, la oblación del clítoris a las mujeres del mundo islámico, si bien es una práctica social, no por ello algo digno de ser aceptado sin reparos. Igualmente, sigue siendo muy difícil poder despegar una práctica cultural de los fundamentos que la constituyen y validan como tal, a pesar de que ciertas prácticas no huelen del todo bien.

Para poder despegar una práctica cultural de sus fundamentos históricos y metafísicos se necesitaría de una mirada verdaderamente objetiva, capaz de trascender los límites impuestos por cada cultura y cada cosmovisión del mundo de una manera absolutamente equitativa. Se necesitaría de un ente ideal e impersonal con la suficiente capacidad como para establecer principios inamovibles y definitivos para todos y para todas las épocas. En fin, se necesitaría de algo así como un Dios. Pero no sólo eso, este Dios debería darse a conocer de una manera tan inteligible y tangible que no admita ninguna duda. Esto no es más que una utopía: la existencia de tantas y tan diversas confesiones lo prueban.

La imposibilidad de apelar a fundamentos últimos, ya sea de Razón, o de fe, está determinado por el carácter históricamente relativo de los derechos humanos. Sería tratar de explicar lo inmanente por medio de lo trascendente, y esto conduce inevitablemente a la falacia de petición de principio. Así lo expresa Bobbio: “No se comprende cómo se puede dar un fundamento absoluto de los derechos históricamente relativos” (4).

De modo que la salida trascendente para poder explicar lo inmanente parece inviable. El único camino pareciera ser tratar de entender lo inmanente desde lo inmanente, aunque el relativismo gnoseológico, epistemológico, religioso y axiológico sea una barrera imposible de franquear. De más está decir que las relaciones interhumanas son un entramado muy complejo que se torna casi indescifrable. Sin embargo, no nos queda otra que hacer el intento.

Sin lugar a dudas, toda pretensión de establecer ciertos principios comunes con relación a los derechos humanos bajo el presupuesto de la universalidad de éstos, es por sí mismo una mirada que se da desde el marco de una determinada ideología histórica y con unos determinados intereses afines. Es desde un lugar de poder donde se establece el carácter de universalidad de ciertos derechos con exclusión de otros. Los derechos humanos no surgen por sí mismos, no existen independientemente de sus fundamentos ni de los intelectuales que lo fundamentaron, por cierto, desde una forma de ver el mundo peculiar.

Y aquí es donde entra a jugar el carácter supuestamente innato de ciertos derechos humanos. ¿Qué quiere decir que los derechos humanos son innatos?. Con esto se alude a que ciertos derechos nacen con y en todos los hombres, que son connaturales. Ahora bien, aquí reside uno de los mayores problemas, porque si nacen con nosotros es porque forman parte de nuestra constitución antropológica y si son parte de nuestra antropología deben haber sido puestos por un ente exterior a nosotros mismos porque, sin duda, no pueden haber sido puestos por nosotros mismos, porque si así fuera seríamos autocreadores, y no el resultado de un proceso evolutivo o bien la consecuencia de un acto libre creador de Dios. Ya sea que los derechos humanos sean la impronta de la divinidad en nosotros o más bien, la impronta de la Naturaleza, sin embargo, en ambos casos, son el resultado de la inserción de un agente metafísico exterior a nosotros mismos, que es puesto como fundamento gnoseológico del carácter innato de los derechos humanos. Claro está también, que según sea el horizonte intelectual en el que cada cultura se mueva, va a ser el ente metafísico explicativo del carácter innato de los derechos humanos.

Que los derechos humanos sean innatos no es más que una de esas tantas ficciones lógicas o como bien dice Niesztche, un error útil que sirve como idea regulativa para la acción, es decir, que regula nuestras conductas y nuestras prácticas. Sin embargo, si no se comprende el carácter de innatismo de los derechos humanos en el marco de esta perspectiva reguladora de las conductas, se puede caer en el gravísimo error de suponer que esta ficción tiene algo de realismo y es allí donde comienzan las complicaciones.

Por otro lado, si los derechos humanos fueran innatos deberían ser descubiertos por todos los seres humanos de la misma manera y deberían acordar todos respecto de la calidad y cantidad de esos derechos. Es decir, si lo innato se contrapone a lo adquirido, si lo que uno trae consigo es distinto de lo que adquiere en el plano intersubjetivo, esto es, si lo intra es distinto que lo inter, tarde o temprano todos deberían estar de acuerdo con la aplicación de los mismos derechos en todas las cosmovisiones del mundo, porque lo que subyace es el presupuesto de la unidad de la naturaleza humana, presupuesto que parece ser bastante acertado. Sin embargo, esto no sucede. Y no sucede, no porque se crea que la constitución anatómico-fisíco psicológica sea distinta según sea el ámbito sociocultural, pues esto sería un absurdo, sino por que la interpretación aún de ciertos derechos más o menos acordados está sujeta a intereses extragnoseológicos, a intereses de poder y de autoritarismo en muchos casos. Es decir, aún suponiendo que todos aceptemos que existen ciertos derechos que son innatos y que pueden ser descubiertos por todos los marcos culturales y subculturales distintos, sin embargo, el marco aplicativo de esos derechos va a ser totalmente distinto por razones de poder. Esto es, no es conveniente que ciertos derechos sean aplicados y normatizados si se desea extender la hegemonía.

Otra de las cosas que se le atribuyen a los derechos humanos es su carácter de inalienabilidad. Con esto se quiere significar que todos los seres humanos están condenados a tener estos derechos, es decir, ninguno puede siquiera rechazar alguno de ellos, con lo cual la libertad individual se torna en esclavitud. ¿Quién quiere ciertos derechos que, por más buenos que sean tengan un carácter forzosamente obligatorio?. Los derechos humanos son subjetivos porque admiten la posibilidad de que el individuo quiera valerse de ellos o rehusar por ciertos motivos a los mismos.

Los derechos humanos son subjetivos y facultativos, es decir, son individuales y moralmente indiferentes, por lo cual, pensar en derechos facultativos de ejercicio obligatorio es una absurda contradicción, dado que si son facultativos no pueden ser estrictamente obligatorios; no se puede tener la imposibilidad de desprenderse de ellos. La libertad de elección se impone primariamente. El derecho a elegir tener ciertos derechos está primero que los derechos que surjan de la imposibilidad de elección. Justamente que algo sea moralmente indiferente supone la posibilidad de llevar a cabo una acción o de no realizarla.

Además se afirma que los derechos humanos son indivisibles. Ahora bien, si son indivisibles no hubiese sido necesario que se firmen dos pactos. El pacto Internacional de los derechos económicos, sociales y culturales, de extracción decididamente socialista y el Pacto Internacional de los derechos civiles y políticos de extracción decididamente liberal. A decir verdad, se firmaron dos pactos porque el mundo se debatía entre intereses burgueses e intereses sociales y económicos contraburgueses. Es decir, los derechos humanos son indivisibles pero nacieron divididos, dado el fuerte tinte ideológico de los mismos.

Por otro lado, los derechos civiles y políticos y los derechos sociales, culturales y económicos deben mantener entre sí, como ideal prescriptivo, una interdependencia en la práctica, es decir, por ejemplo, el derecho a la propiedad privada y el derecho a la salud, se necesitan recíprocamente y deben ser tenidos como parte del diario vivir y no meramente como una ficción que sobrevive en el plano idílico-prescriptivo. De lo contrario, no tendría sentido hablar de derechos vigentes y posibles sólo en el plano del deber ser, y no en el plano del ser. Y lo que existe en el plano del deber ser está descolgado de la realidad; no existe verdaderamente.

Además se considera que los derechos humanos son derechos individuales, son derechos que tienen cada una de las personas. También existen algunos derechos colectivos, como el derecho de la familia, el derecho a la libre determinación de los pueblos; sin embargo, como dice Dworkin, el hecho de que sean individuales pone un freno a los cálculos utilitaristas de ventajas y beneficios colectivos, donde de alguna manera, se diluye el derecho del ser individual en una totalidad indiferenciada.

Se afirma también que los derechos humanos tienden al bien común, que los beneficiarios de los mismos son todos y cada uno de los individuos. Y esta es otra de las ideas regulativas, dado que se piensa desde el lugar del deber ser, desde el plano prescriptivo y no desde el plano descriptivo. Más que una descripción del mundo real, es un deseo de cumplimiento ideal, y este mismo hecho marca a las claras la inexistencia de su cumplimiento, es decir, si idealizamos un modelo regulativo, es justamente porque en una realidad tan heterogénea dicho modelo no puede ser desarrollado, cumplido, vivido.

II- Origen, continuidad o discontinuidad de los derechos humanos.

Ahora bien, el problema de los derechos humanos nos remite a la discusión en torno a su origen histórico, así como a su continuidad o discontinuidad temporal. ¿Desde cuando podemos hablar de los derechos humanos?. ¿Desde su reconocimiento a través de las declaraciones públicas, por medio de acuerdos de carácter universal o antes de dicho reconocimiento?. ¿Han tenido continuidad a lo largo de la historia o han existido en forma aleatoria?. ¿Han existido independientemente de ser reconocidos?. Y si es así, ¿en qué cosmovisión, occidental u oriental?. Estas son algunas de las preguntas a tener en cuenta a la hora de hablar de los derechos humanos.

La primera dificultad se relaciona en torno al origen de los derechos humanos. Aquí podemos hacer algunas distinciones. Podemos hablar de un origen divino y, por lo tanto, pautado desde la eternidad, preexistente al hombre y en consecuencia, existente en él a partir de su nacimiento como algo que ya fue otorgado y que debe ser reconocido por todos. También podemos hablar de un origen humano de los derechos, que tiene un momento histórico particular en donde su reconocimiento se hace más evidente, que es a partir del cambio de cosmovisión que supuso el Renacimiento. En el caso del origen divino, el reconocimiento es de algo que ya fue dado por un ente trascendente; en el caso del origen humano, el reconocimiento es el resultado de una construcción ideológica determinada y que tiene al hombre y no a Dios como su fundamento.

Y aquí está toda la discusión con relación a si los derechos humanos existen a partir de que son reconocidos como tales, o más bien, dicho reconocimiento no hace más que darle entidad a aquello que ya la tenía por y en sí mismo y que un grupo de poder se encargó de ocultar para provecho propio, para dominar y manipular a los demás.

Por otro lado, la continuidad o discontinuidad de los derechos humanos debe ser vista en relación con su origen. Si su origen es divino, entonces los derechos humanos han existido siempre, aunque no hayan sido reconocidos por el hombre en los distintos períodos históricos. La falta está del lado del hombre y no del lado de Dios que los ha instituido. Es decir hay toda una argumentación desde el lado del Derecho natural que se esgrime como fundamento.

En cambio, si su origen es humano, la continuidad de los derechos humanos ha sido totalmente aleatoria, tanto desde el lugar de reconocimiento universal como desde el lugar de la práctica efectiva. Ha habido momentos y ha habido lugares en donde los derechos humanos han tenido mayor protagonismo.

III- Diferencias de cosmovisiones: Edad Media y Renacimiento.

Sería importante analizar los cambios de cosmovisión que han surgido, al menos en Occidente, desde que Tales predijo el eclipse en el 585 a.C., a fin de poder darle un marco histórico y filosófico a la Declaración de los derechos humanos surgida a partir de la revolución francesa y a la declaración de los Derechos de origen Liberal y de origen socialista surgida a mediados del siglo XX.

Tras la emancipación del hombre de la tutela religiosa a partir del siglo XV, con el auge del Renacimiento y el descubrimiento del novum organom baconiano, con la capacidad de ampliar la gnosis de las cosas del Cosmos por medio de la observación y de la inducción y ya no de la deductiva y demostrativa silogística aristotélica, se produce un giro desde lo teocéntrico hacia lo antropocéntrico, de lo divino a lo humano, de una instancia trascendente como modelo explicativo de todas las cosas, a una instancia absolutamente inmanente, donde la Razón humana es hipostasiada al status ontológico que tenía la idea de Dios en el mundo medieval.

Con el Renacimiento el mundo ha cambiado de eje. La vuelta a la filosofía griega va generando un nuevo tipo de hombre, sin compromisos eclesiásticos y sin temor al castigo eterno. En Lugar de ser Dios el prisma por donde se mira y explica toda la realidad y de ser la Iglesia la portadora de la verdad revelada, es la Razón humana la que debe emprender la difícil tarea de construir gnoseologías, metafísicas y axiologías alternativas.

Mientras que en la Edad Media la ontología determinaba la gnoseología; en el Renacimiento, la gnoseología determina la ontología, es decir, el conocimiento determina el ser de las cosas y no la explicación del ser atada a la revelación como fuente de conocimiento absoluta e inmutable. Contra este mundo de explicaciones revelacionales chocó el heliocentrismo Galileano, contra un mundo inmóvil de lugares comunes y de jerarquías ontológicas respaldadas natural o divinamente.

Mientras que en la Edad Media la relación de autoridad era absolutamente verticalista o piramidal, dado que el soberano tenía el poder absoluto sobre sus súbditos y estaba absuelto del cumplimiento de la ley, ya que las normas eran para que las cumplan los súbditos; el Renacimiento con su impronta naturalista y poco después la Modernidad con su impronta racionalista, al considerar a los seres humanos como libres e iguales, torna la relación de poder verticalista en una relación de poder horizontal.
Si bien la emancipación más radical de la tutela religiosa se produce entrado el siglo XV, a partir del siglo XIII tiene lugar un tiempo de culminación de un orden económico, social, político y espiritual, que pone en profunda crisis todo el equilibrio del mundo medieval. Tal equilibrio va a ser resquebrajado por una serie de transformaciones que se van a ir sucediendo y que tiene a la Burguesía como su principal protagonista. Así lo expresa José Luis Romero: “No es difícil advertir la trascendencia que debía tener en el seno de la sociedad feudal la aparición de una nueva clase social dedicada a la producción manufacturera y al comercio, concentrada en ciudades y elaborando en el trajín cotidiano una concepción de la vida que difería fundamentalmente de la que representaba la antigua nobleza. Esa clase surgió como un desprendimiento del orden feudal, coexistió con él durante mucho tiempo y pareció desarrollar una actividad compatible con sus reglas de vida; pero en el fondo socavaba su base y en cierto momento precipitó la declinación de toda su estructura.” (5).

Ya no tenía sentido todo el equilibrio medieval pegado a la revelación. La simetría entre el mundo, el pensamiento y el lenguaje iba a sufrir una ruptura definitiva. Se van a despegar las leyes de la naturaleza de la voluntad divina. Ya no es Dios el creador y el que va a cuidar su creación, sino que la Naturaleza al decir de Galileo es como un libro escrito en caracteres matemáticos ( mecanicismo).Por otro lado, el pensamiento va a dejar de ser meramente demostrativo y va a poder producir un excedente a través de la inducción. Más que demostrar verdades analíticas, se va a poder dominar a la Naturaleza para que sea, en términos de Adam Smith, menos natural y más humana.

La explicación aristotélica imperante en la Edad Media y que sostenía el orden feudal, basada en categorías y clases naturales, que justificaba la esclavitud, que estratificaba a la sociedad, que producía inmovilidad social y que determinaba quienes debían mandar y quienes debían obedecer ya no tenía sentido. Pensar a la sociedad como un organismo en el cual algunos eran la cabeza, y entonces regían el destino de la sociedad, otros eran el corazón, y entonces decidían lo que estaba bien y lo que estaba mal, otros eran las manos, y entonces defendían las ciudades y eran sus soldados, otros eran sus intestinos, porque tenían que ver con la materia y parecía que el dinero y la materia estaban vinculados ( ya desde Platón), éstos eran los economistas, y otros eran los pies porque tenían contacto con la tierra y entonces eran campesinos. Como este orden era natural, no había ningún tipo de responsabilidad en el sometimiento. Se suponía que cada uno hacía lo que debía hacer por naturaleza.

Este ordenamiento natural generaba una escala de valores inamovible. Existía la idea de que en este cuerpo de la sociedad, la cabeza vale más que el corazón, el corazón más que los intestinos y los intestinos más que los pies. De manera que las relaciones de poder estaban naturalizadas y aceptadas, ya que todos nacían con una disposición para ocupar uno de estos lugares. Aristóteles decía que había tres jerarquías naturales: el amo era superior al esclavo, el adulto al niño y el varón a la mujer. Esta idea nacida del corazón de la sociedad antigua griega era el fundamento del orden medieval.

IV- Ideólogos del Estado Moderno: Del orden natural al orden político.


Los Ideólogos que contribuyeron para este cambio fueron los filósofos protestantes, tanto de tendencias racionalistas como de tendencias empiristas. Entre ellos podemos mencionar a Grotius, Locke, Rousseau, Hobbes y Montesquieu, por mencionar los más destacados. Cada uno con sus diversas concepciones antropológicas y filosóficas aportaron las ideas fundamentales para la formación de una sociedad civil y la construcción de la idea de ciudadanía. Se los conoció con el nombre de iusnaturalistas y de contractualistas, porque afirmaban que por medio del uso d Razón se podía establecer los lineamientos generales de una sociedad justa. Para que esta sociedad fuera posible, se tornaba imprescindible el establecimiento de un pacto en el que se delegaban la suma de las voluntades individuales en un ente impersonal que era el Estado.

De esta manera crearon una ficción imaginaria, una hipótesis racional de justificación, con la finalidad de exterminar a las monarquías absolutas y posibilitar que el poder resida en el pueblo. Así, pensaron en un estado presocial o estado de naturaleza, en el que todos vivían, pero que todos debían abandonar para constituir una sociedad civil. El traspaso del estado de naturaleza la sociedad civil, se produce gracias a la nueva cosmovisión imperante. Una cosmovisión absolutamente desacralizada y secularizada.

De modo que, la ciencia moderna y su desgarramiento de la teología también suponen una enorme modificación política, porque surge una preocupación acerca de cuáles son las formas legítimas de organización social. Y la respuesta va a ser que nos organizamos socialmente del modo en que nos organizamos, porque escapamos al estado de naturaleza, que es un estado inestable y que no puede sostenerse, y de esa manera, tomamos cierto tipo de decisiones acerca de cuáles son los sujetos que nos van a gobernar.

Se genera, entonces, una sociedad a través del pacto y también se genera poder a través del pacto porque se selecciona a alguien del colectivo de todos los ciudadanos y se le cede poder para que controle el cumplimiento del pacto. Esto quiere decir que el que tiene poder no lo tiene por naturaleza, sino que es alguien a quien la voluntad libre de los otros sujetos le cedió poder a cambio de protección. Con esto la decisión acerca de quien debe legítimamente ejercer el poder ya no queda naturalizada, sino que va a quedar en manos de la sociedad. Nace la idea de Estado Moderno, la idea de ciudadanía, la idea de que no hay esclavitud natural.

En cuanto al acto de constituir un Estado a partir de la delegación de las voluntades individuales, citar el Leviatán de Hobbes se torna más que pertinente. Así se expresa Hobbes: “Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos ( es decir, de ser su representante). Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en contra, debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres”(6).

Sin lugar a dudas, Thomas Hobbes piensa en la institución de un Estado influenciado por su concepción antropológica, que hace del hombre un lobo para el hombre. Así lo expresa Hobbes: “Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido”. (7)

Con una concepción antropológica diametralmente opuesta a la hobbesiana, John Locke concibe al estado de naturaleza no como una guerra de todos contra todos, sino como un estado de libertad completa y de igualdad. Así lo señala Locke en su Ensayo sobre el Gobierno civil: “Será necesario que tengamos en cuenta cuál es el estado en que se hallan naturalmente los hombres para entender bien en qué consiste el poder político y para remontarnos a su verdadera fuente, a mencionar: un estado de libertad completa para organizar sus acciones y para disponer de sus propiedades y de sus personas según crean, sin necesidad de pedir permiso y sin depender del arbitrio de otra persona, dentro de los límites de la ley natural. Es asimismo un estado de igualdad, dentro del cual toda autoridad y toda jurisdicción son recíprocos”. (8)

De manera que la libertad e igualdad que constituyen el estado de naturaleza, debe estar asegurada contra quienes atestan contra ella. Todos los hombres deben tener el derecho de proteger su propiedad, su vida, su libertad y sus bienes de las agresiones de los demás. Con tal sentido, la institución de un Estado como garante de todas estas cosas se torna imprescindible.

Así lo expresa Locke: “No puede haber ni perdurar una sociedad política sin tener el poder necesario en sí misma para la protección de la propiedad, y para sentenciar los quebrantamientos cometidos contra la misma por cualquier miembro de la citada sociedad, como consecuencia esto se traduce en que sólo existe sociedad política allí, exclusivamente allí donde cada uno de sus componentes ha renunciado a ese poder natural, dejándolo en manos de la comunidad para todas aquéllas situaciones que no le impiden dirigirse a esa sociedad en busca de protección para la defensa de la ley que ella fijó”. (9)

Por otro lado, la concepción antropológica de Rousseau también va a ser distinta a las dos mencionadas con anterioridad. Rousseau concibe al hombre en estado natural como un buen salvaje y no como lobo del hombre. Así lo expresa en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres: “Lo considero, en una palabra, tal como ha debido salir de las manos de la naturaleza, veo a un animal menos fuerte que algunos, menos ágil que otros, pero, después de todo, el más ventajosamente organizado. Lo veo calmando su hambre bajo un roble, apagando su sed en el primer arroyo, encontrando un lecho al pie del mismo árbol que le ha proporcionado el almuerzo; ya están satisfechas sus necesidades”(10).

A pesar de concebir idílicamente al hombre en estado de naturaleza, no por ello Rousseau deja de observar cómo esa concepción del buen salvaje se va deteriorando en la medida que el hombre entra en relaciones de poder con otros hombres. Aquí se puede apreciar como las desigualdades físicas, morales y políticas van generando conflictos en las relaciones interhumanas. Así lo señala Rousseau: “Concibo dentro de la especie humana dos formas de desigualdad; una que llamo natural o física, porque está establecida por la naturaleza y que consiste en la diferencia de años, de salud, de fuerza corporal y de cualidades del espíritu o del alma, otra que se puede llamar desigualdad moral o política, porque depende de una cierta convención y está establecida, o al menos autorizada, por el consentimiento de los hombres. Esta última consiste en diferentes privilegios de los que algunos disfrutan en detrimento de los demás, tales como ser más ricos, más honorables, más poderosos que ellos, o incluso hacerse obedecer” (11).

Dado que las desigualdades tanto de tipo físicas como morales y políticas van generando conflictos en la convivencia, es necesario que todos los hombres establezcan un pacto entre sí, y de esta manera poder resguardarse a sí mismos. Así lo expresa Rousseau en el Contrato Social: “Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes. Este es el problema fundamental que resuelve el contrato social” (12).


V- De la modernidad a la postmodernidad: Enfoque filosófico.

El traspaso de paradigma se fue dando gradualmente. Factores políticos, religiosos y culturales fueron amoldándose a este nuevo espíritu de la época. La vuelta al naturalismo expresada por los ideales del Renacimiento, fue también la vuelta a una educación menos teológica y mucho más independiente. El Renacimiento como preanuncio de la Modernidad significó una vuelta al hombre y abrió el paso para el descubrimiento del Cogito cartesiano, de la subjetividad humana. Es que en la Modernidad el Cogito, el subjectum se torna el principio explicativo de todas las cosas.

En la Modernidad, el Cogito es el que está puesto por debajo como fundamento, como arché inamovible, sosteniendo y dirigiendo todo el edificio que ha de ser construido. Un edificio con cimientos emancipatorios y racionales, naturalmente inmanentes. En este edificio el subjectum se propone la gran tarea de ser un ente autónomo, de conducirse bajo la ley que él mismo ha impuesto. De manera que se torna legislador y súbdito a la vez. Es el constructor de la nueva arquitectura metafísica, y por eso mismo debe cumplir con todo lo que él ha instituido. Es libre y a la vez debe ser obediente. Su libertad reside en el cumplimiento de las normas que él ha instituido como sujeto portador de Razón.

Sin embargo, las distintas filosofías explicativas de este cambio de paradigma, de modelo para ver el mundo, se disputaron la hegemonía, entrando en controversias irresueltas. Racionalistas y empiristas creyeron tener la verdad en esta suerte de crear una ficción interpretativa de la realidad. Se crearon metarrelatos para poder abarcar todos los ámbitos de la vida humana. Estos metarrelatos operaban como ideas regulativas, como caminos por donde debía transitar la vida humana. El filósofo que produjo la gran síntesis de estos relatos fue Kant. Su descubrimiento de los juicios sintéticos a priori parecía terminar con la disputa entre los juicios analíticos a priori y los juicios sintéticos a posteriori por sí mismos. Esta gran revolución copernicana parecía despertar la esperanza de un mundo que avanzaba hacia un progreso indefinido por medio de la Razón, en donde los misterios de la naturaleza iban a poder ser debelados, ya que estaban escritos en caracteres matemáticos. Una vez que la Naturaleza fuera, en términos de Adam Smith, más humana y menos natural, los hombres en todo el mundo iban a poder disfrutar de sus beneficios.

El optimismo fundado por el Iluminismo del siglo XVIII, en donde el sapere aude kantiano se convierte en el lema del nuevo hombre, va a ir paulatinamente desmoronándose desde sus propios fundamentos. El progreso científico y tecnológico se producía desde una ideología liberal en la que el laissez fair del mercado sumía a poblaciones enteras en la miseria y en donde los que tenían acceso a la educación eran unos pocos acomodados. La inmoralidad del sistema capitalista, vista y atacada por Marx y naturalizada por Durkheim, llevaba a los hombres a una penosa involución y no al progreso. Lo que era indefinido era el progreso de la desigualdad y la inmoralidad de un sistema político que había encarnado el nuevo paradigma de la autonomía del hombre para beneficios propios.

El proyecto emancipatorio que significó el Iluminismo no era la emancipación del hombre en tanto hombre, sino la emancipación de un grupo de hombres bajo una ideología que era liberal en el ámbito político, pero como no podía ser de otra manera, profundamente conservadora en el ámbito económico. Todos los hombres nacían libres e iguales, no había lugares naturales ni tampoco predominaba una concepción organicista de la sociedad, sin embargo, la igualdad era meramente normativa y no se daba de factum, con lo cual era una igualdad ficticia, una igualdad como mera posibilidad, una isonomía idílica, un ius sin sentido.

De manera que el nuevo sistema de cosas engendrado por el proyecto Iluminista, tenía en sí mismo la causa explicativa de su fracaso. Tanto es así que Auschwitz, según Adorno, es la muerte de este proyecto; por un lado, porque el hombre no pudo saltar encima de su propia sombra, por el otro, porque lo que Auschwitz enseña como primera de todas las educaciones, es que el genocidio nazi no debe repetirse (13) porque representa a la barbarie, a la anticivilización que, paradójicamente fue engendrada por la civilización (14).

De modo que las raíces deben ser buscadas en los perseguidores y no en las víctimas, en los ideólogos del sistema y no en aquéllos que lo padecieron. El fracaso del proyecto Iluminista terminó con las grandes construcciones filosóficas. Con todas las metanarraciones y abrió paso a lo que se conoce como el espíritu posmoderno. Es en este espíritu donde tienen lugar diversas concepciones gnoseológicas, epistemológicas y éticas, todas ellas válidas para sí mismas. El relativismo protagoriano expresado a través de “ el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en tanto que son y de las que no son en tanto no son”, impera y da lugar al perspectivismo nietzscheano en todas sus variantes. No existe ninguna verdad absoluta, ni de Razón ni de fe. Lo único absoluto es que todo es relativo.

Ahora bien, si el relativismo implica que existen múltiples lecturas de la realidad y que cada una de ellas se hace de lugares absolutamente distintos, entonces no nos queda más que respetar las diferencias. Sin embargo, respetar las diferencias significa mantenerlas y mantenerlas significa naturalizar el contexto de desigualdad en el que han urgido. Este es un serio problema, porque se puede caer en el error de justificar cualquier hecho por el mero hecho de respetar al otro. Se torna imposible tratar de respetar los fundamentos que llevaron a los nazi a crear los campos de concentración, violando derechos humanos elementales Resulta imposible tratar de comprender por qué a las mujeres en el mundo islámico se le practica la oblación del clítoris. Si respetar es igual a mantener y mantener es igual a naturalizar, estamos en serios problemas.

Estamos en un mundo postmoderno, en un mundo en donde el sapere aude ha sido reemplazado por el carpe diem, en donde el dios Apolos ha sido fraccionado en mil pedazos, mientras Dionisio ha sido rescatado orgiásticamente de una manera notable. L a revalorización de las experiencias individuales, del cuerpo del otro y del cuerpo propio es mucho más atractivo que cualquier tratado de filosofía. Las explicaciones rápidas a problemas grandes, las soluciones inmediatas y milagrosas están a la suerte del día. La desconfianza por el otro, el vacío emocional, la indiferencia y el ensimismamiento, la cruel frialdad e individualidad se rescatan como valores positivos. La expropiación de la posibilidad de crecer en lo económico, la imposibilidad de terminar una carrera se torna más evidente en los países del tercer mundo.

VI- Los derechos humanos en la postmodernidad: Globalización y multiculturalismo.

En el mundo postmoderno todos se apresuran por llegar, pero sin saber cómo y adónde. El presente se torna incierto y el futuro poco promisorio. La aceleración de la vida atentan contra la propia vida humana. El estrés, la bulimia y la anorexia hacen estragos en los jóvenes. Las adicciones ponen palabras donde el vacío emocional las oculta. El miedo a la muerte expresado en el llamado” ataque de pánico” cobra cada vez más víctimas. Y por supuesto, la tarea educativa está cada vez más devaluada. Lo cierto es que en un mundo donde todo está tan fragmentado, en donde no existe ningún saber que sea absolutamente verdadero, la interpretación y la aplicación de los derechos humanos se torna también fragmentaria y relativa.

En un mundo en donde asistimos sin rezongar a la subjetivización del objeto y a la objetivización del sujeto, en donde los objetos adquieren características humanas, dado que se los requiere, respeta y aún se mata por ellos, mientras que los humanos nos vamos cada vez más cosificando, desvalorizando, animalizando y masificando, los derechos humanos pierden aún más el carácter de universalidad y objetividad que se supone deberían tener.

En la postmodernidad, cada fragmento ideológico trata de obtener reconocimiento. La interpretación de los derechos humanos se produce desde el lugar de la absoluta identidad con ciertos principios ideológicos, que no buscan mas que perpetrar su hegemonía sobre el resto de los fragmentos del saber.

VII- Conclusión personal.

Considero que existen ciertos derechos que pueden ser considerados como trascendentales, es decir, aplicables a todos los seres humanos. Sin embargo, creo que las formas de aplicación y consideración están indisolublemente atravesadas por aspectos culturales que deben ser respetados y que, por ello mismo, no pueden ser eliminados.

Estos derechos que atraviesan a todos los entes, sin distinción de culturas particulares, son difíciles de poder establecer con un grado de certeza inamovible, dado que el ser humano es una construcción sociocultural y en consecuencia, todas sus elucubraciones respecto de sí mismo son la exterioridad de su autoconciencia sociohistórica. No es posible separar al sujeto de sus producciones, porque sería separarlo de sí mismo, al ignorar el entorno en el que han tenido lugar dichas producciones, dado que la mismidad se constituye en el marco de la alteridad. Pensar que existan ciertos derechos que puedan absorber todas las divergencias culturales, de tal manera que puedan ser neutralizadas en una síntesis superadora, desencarnada y deshistorizada, no es más que un ideal o más bien, una utopía de razón.

Si lo que llamamos realidad subjetiva o mundo subjetivo, en contraste con una realidad ideal o mundo objetivo es el resultado de la correlación de nuestros actos intencionales, es decir, si la realidad es una construcción del sujeto, una donación de sentido puesta por el sujeto, entonces la determinación, forma y aplicación de ciertos derechos humanos va a depender de cuál sea la construcción que se haya hecho. Es imposible separar una cosa de la otra.

Los derechos humanos son el resultado de un proceso histórico ideologizado y representan los intereses de la cultura occidental, apegada a explicaciones logológicas y fundamentos últimos. Sin embargo, es menester reconocer que existen otras formas de entender e interpretar la realidad que no necesariamente está sujeta a explicaciones logológicas. Algunas culturas apelan a razones de fe; otras a cuestiones más místicas y otras tantas a muchas cosas diferentes. Cada una de ellas construye su mundo desde un lugar, un cómo, un por qué y un para qué distinto y distintivo. De manera que las construcciones sociales no son absolutamente isomórficas, simétricas. Son demasiado complejas como para poder comprenderlas con profunda certeza.

Los derechos humanos son construcciones culturales que tienen como fundamento los distintos lugares desde donde se los aborda. Su fundamento es ideológico, ya sea que se esgriman razones de Fe, razones de Razón o cualquiera de las diversas manifestaciones del pensamiento, ya sea occidental como oriental.
Claudio G. Barone

viernes, 12 de febrero de 2010

El amor por deber y la práctica del amor


¿Qué es esto de amar por deber, cómo deber? ¿Acaso obligar a amar no contradice el espíritu de libertad con el que Dios se supone dotó a cada ser humano? El amor al prójimo entendido como un imperativo de la voluntad divina, choca decididamente contra la torre indestructible de otro imperativo: la voluntad humana. Y desde el principio, el mismo Dios que le impone al hombre la obligatoriedad de amar, al mismo tiempo le dio la posibilidad de la libertad, es decir, lo expuso ante una eventual contradicción: que el hombre deba amar siempre, pero que al mismo tiempo, como si fueran dos momentos de un mismo proceso, pueda elegir libremente no hacerlo. De esta manera, una elección que está subordinada a una obligación no es una verdadera elección, es una contradicción de principio que no puede llevar a otra cosa que a una contradicción en la práctica. Sumada a esta contradicción prístina, la medio libre elección del hombre desató el oscuro manto del pecado original que produjo el estado actual del hombre.

De modo que desde la perspectiva de la condición actual del hombre, el amor por deber presenta dos complicaciones metafísicas fundamentales: la naturaleza humana y la voluntad humana. ¿Cómo una naturaleza que está corrompida por el pecado, puede voluntaria y naturalmente amar al prójimo? ¿No es el pecado original la primera traba metafísica para poder desarrollar una elección libre?¿Cómo se le puede pedir a alguien que está incapacitado para hacer lo bueno, que haga lo bueno?, ¿no es un contrasentido, un error lógico? Esta incapacidad para hacer lo bueno el apóstol Pablo la señaló de manera brillante en su Epístola a los Romanos: “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”.[1][1]

Se argüirá justamente que es por eso que fue dado el mandamiento, para poder ir en contra de esta naturaleza propensa a ser lo malo, para derrocar una voluntad fuertemente conformista consigo misma, con la satisfacción en sí misma y con ninguna otra finalidad que no sea acrecentar sus intereses en contra de los intereses ajenos. Es decir, el mandamiento es dado para que los hombres tomen conciencia de su ineptitud para vivir abandonados a su propia naturaleza, que está en marcada oposición con la naturaleza divina. La obligación de amar al prójimo se presenta como una cura contra el egoísmo y la apatía.

El amor por deber pone al descubierto una incapacidad metafísica: que naturalmente, por iniciativa propia y sin egoísmos mezquinos y competencias egológicas, el hombre pueda amar a otros hombres como él, con los mismos sueños, los mismos deseos de ser felices. Muestra la vaciedad y alejamiento de las prácticas con relación a los principios. Al hombre se lo interpela a amar desde el mandamiento, porque el pecado obstaculizó su iniciativa de querer amar a los demás desde su voluntad, que no sería otra cosa que amar a los demás a pesar de ser distintos y porque son distintos.

Aunque aceptemos que el mandamiento de amar al prójimo pone al descubierto la incapacidad del ser humano para ejecutarlo voluntariamente, dicho mandamiento perfora la voluntad individual, anula la iniciativa de poder no amar a los demás; es decir, se es verdaderamente libre en la medida que se puede elegir amar al prójimo como no amarlo, cuando una obligación se interpone decididamente sobre una de las dos posibilidades no se es verdaderamente libre, sólo parcialmente, lo que es lo mismo que afirmar que sólo se es libre en virtud del cumplimiento del mandamiento. Pero…¿es posible cumplir con el mandamiento? Volveremos.

Sin embargo, esta posibilidad de poder elegir amar o no amar se desprende de un concepto erróneo de libertad, dado que si la existencia de Dios está fuera de discusión, puesto que se parte desde allí para analizar la problemática de la obligatoriedad de amar por mandato divino, entonces no tendría sentido recusar a Dios por tal mandamiento; es decir, si Dios abarca la plenitud de todas las perfecciones y es aquel que ha creado a toda criatura, entonces es lógico y dable esperar que nuestra libertad esté acotada por la libertad de Dios y que debamos obedecer. No podemos imputar a Dios de la restricción de nuestra libertad.

En otras palabras, que la libertad del creador sea de un grado distinto y superior que la libertad de sus criaturas, que la libertad de aquel que es causa de su causa sea muy superior a la libertad del hombre, que es una libertad relativa a un ser que es efecto de una causa, es algo lógicamente comprensible y aceptable que se desprende de la existencia misma de Dios. No hay posibilidad para que el hombre sea absolutamente libre si se acepta que es efecto de una causa, que la causa de su existencia está fuera de sí mismo. Y si el hombre no es completamente libre en relación a sí mismo, puesto que, aunque de hecho, pueda hacer lo que quiera, por derecho no puede hacer lo que quiere, debe hacer la voluntad de su creador. Es justamente haciendo la voluntad de su creador cuando encuentra su verdadera identidad y libertad; por eso Cristo dijo: “Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.[2][2]

De manera que el hecho mismo de no poder tener una absoluta libertad, de no ser Dios, prueba la necesariedad del mandamiento y de ser guiados por los caminos del deber, en contra de nuestra voluntad que recorre incorregiblemente los caminos del no querer elegir el deber de amar. Si tuviéramos una voluntad santa, perfecta y absolutamente libre, no tendría sentido el mandamiento y el amor fluiría como algo esencialmente natural no impuesto. Pero como tal voluntad no existe ni puede existir, es necesario que Dios nos imponga, aunque la palabra imponer suene dura, el amor como un deber impostergable de practicar entre los hombres.

Dios nos impone el deber de amar porque nuestra libertad está vendida al pecado, está corrompida desde su inicio, está salpicada por la desobediencia y el desamor. Tal imposición destruye toda pretensión de libertad basada en el desamor, puesto que el desamor denota la falta de genuina libertad; es decir, elegir por la alternativa de no amar es no ser verdaderamente libre, es estar atado al yugo del pecado que trastorna el comportamiento verdaderamente cristiano, deseado por Dios desde el principio. Decidir libremente no amar, no es una decisión verdaderamente libre; es la decisión de una naturaleza trastornada por el pecado, que pretende ser libre, aunque no lo sea. Entonces, ¿no existe la posibilidad de no amar? Sí y no, aunque pareciera anti-intuitivo e ilógico. Se puede elegir no amar, pero sólo desde la perspectiva del pecado; desde la perspectiva del amor de Dios que impregna el cristianismo es imposible, dado que no amar es igual a no ser cristiano.

Elegir no amar desde la perspectiva del amor que Dios exige de los cristianos es imposible, esto es, desde el punto de vista del deber ser, de la obligatoriedad impuesta por el dogma; sin embargo, desde el punto de vista del ser o de la posibilidad, es totalmente posible y, de hecho, se da en muchos cristianos que no practican el amor por los demás. Y decir que quienes no practican el amor por los demás no son verdaderos cristianos, no sólo es un pensamiento kierkegaardiano y bíblico, sino que además, pone al descubierto a muchos cristianos que viven en la cristiandad y no han alcanzado el verdadero cristianismo, caracterizado por el renunciamiento, el sacrificio, el riesgo y la entrega incondicional y desmedida.

De este modo, sería totalmente injusto sacar a Kierkegaard de su marco conceptual cristiano e imputarle que pretende imponernos una práctica ética que choca contra su propia imposibilidad, cuando él pensaba que no sólo era posible, sino esperable y deseable, ¿pero es imposible amar al prójimo? Si nos atenemos al mandamiento pareciera ser que no. Pues Dios no instituiría nada que sea impracticable. De lo contrario, tendríamos que chocar con la omnisciencia de Dios. Pero si no es imposible, ¿desde qué condiciones es posible amarlo? ¿Es posible amar a todos?

Ahora bien, tener sólo la alternativa de amar al prójimo, aunque choque con la imposibilidad de poder amarlo real y verdaderamente, por la actual condición de una naturaleza contaminada por el pecado, y porque el amar idealmente nunca fue practicado, pareciera que es la mejor alternativa. Ahora, ¿qué es amar verdaderamente? ¿Es posible amar despojado de intereses particulares, o la carga del pecado nos limita a amar lo que más nos conviene conforme a nosotros mismos?

Según Kierkegaard, que debemos amar al prójimo, está muy claro desde un polo ideal que, si se quiere, pareciera no tener fisuras, pues representa el mundo del deber ser, de lo perfecto, de lo mandado por Dios. Ahora, ¿es posible que lo imperfecto pueda acceder a lo perfecto? Se argüirá que sólo imperfectamente el hombre puede amar a otro hombre, que lo mandado perfectamente choca inevitablemente con su objeto de aplicación, como no podría ser de otra manera, puesto que el hombre es hechura y no hacedor. Sin embargo, esta imposibilidad de amar verdaderamente ya está supuesta y es disparadora del mandamiento, es decir, si no existiera tal imposibilidad no hubiese sido dado el mandamiento. En otras palabras, debemos amarnos porque el pecado lo arruinó todo, porque el pecado es egoísmo, y donde hay egoísmo está la imposibilidad de amar.

Que pasaría si el mandamiento cubriera la alternativa opuesta: “tú no debe amar” Todos nos sorprenderíamos por semejante afirmación. ¿Cómo Dios nos va a pedir que no nos amemos? Sin embargo, nos pide que nos amemos y también nos sorprendemos ¿Y por qué nos sorprendemos? Porque aunque, si se quiere, todos los seres humanos aceptemos la validez universal del mandamiento, no todos estaríamos dispuestos a ponerlo en práctica, dada la influencia poderosísima del aguijón del pecado. Existe una marcada diferencia entre el tú debes de la aceptación desde el plano deontológico, y la práctica positiva del amor en acciones cotidianas concretas.

Claro que alguien podría sostener que amar al prójimo no es algo que pueda sostenerse desde el punto de vista de su validez universal, y que sólo podría sostenerse desde lo individual, esto es, sólo sería viable la posibilidad de amar a algunas personas y no a todas. Sin embargo, tal alternativa choca decididamente con la noción kierkegaardiana de prójimo, puesto que el prójimo es cada uno de todos los hombres y no solamente algunos hombres en particular, de manera que el amor que exige el tú debes de Dios y que está inserto en la noción de prójimo es mucho más amplio y exigente que el amor por predilección, el amor al amigo y al amado, que sólo ama lo que le conviene, cómo le conviene y cuándo le conviene, y que además es temporal, transitorio. En cambio, el amor por deber que involucra a la totalidad del género humano nace del mismo corazón de Dios, tiene su origen en la eternidad y, por tanto, es divino, eterno e inmutable. Así lo describe Kierkegaard: “El amor auténtico, el amor que convirtiéndose en deber se sometió al cambio de la eternidad, no se transmuta jamás, es sencillo, y ama- nunca odia, nunca odia-al amado”[3][3]

Contrariamente a lo que pueda ser pensado, la ausencia de la práctica del amor no hace inválido el mandamiento de amar al prójimo o lo que es lo mismo, a todos y cada uno de los hombres, pero revela los límites que la naturaleza humana corrompida por el pecado tiene. En otras palabras, aunque se sostenga teórica e idealmente que el que ama al prójimo es porque ha comprendido el mensaje cristiano, esto no significa que la práctica del amor se algo que fluya con naturalidad en cada uno de los cristianos que así lo creen, y mucho menos por aquellos que ni siquiera aceptan idealmente el tú debes de Dios.

En todos los casos, es difícil de practicar tanto para los cristianos convencidos de que se debe amar, como para aquellos que no tienen tal convicción. De allí que la expresión kierkegaardiana: el auténtico amor no se transmuta jamás, es sencillo y nunca odia, sólo puede ser aceptada idealmente, como aquello que debiera pasar pero, de ningún modo, puede ser aceptada desde el punto de vista descriptivo, esto es, como aquello que se puede contemplar en la práctica de las relaciones interhumanas.

Pero si el mandamiento de amar sólo puede ser aceptado idealmente pero, de alguna manera resulta impracticable, al menos en todos los casos, dado que nadie de hecho puede amar a todos, ¿qué sentido tiene haber sido impuesto por Dios? Bueno, baste decir que, si bien no es idealmente practicado, puede ser practicado en muchos casos con total libertad y en forma incondicional.

Es dable pensar también, que en la historia hay sobrados ejemplos de cristianos que sostenían el tú debes idealmente con una mano y con la otra torturaban y mataban a quienes no pensaban como ellos. El tú debes como presupuesto teórico debe estar acompañado por una firme vocación de encontrar en una necesidad la posibilidad para enfrentarla desde las acciones concretas, inmediatas, y ciegamente racionales, puesto que no hay mucho tiempo para pensar cuando el hambre de un niño, el sufrimiento de una viuda, la desocupación de un trabajador lo requieren. Un tú debes que se cimienta en lo teórico, abstracto y pasivo, no es el tú debes de Dios.

Es que el mandamiento apunta a movilizar todo nuestro ser en pro de beneficiar al necesitado, no sólo con palabras, sino principalmente con hechos. Ahora bien: ¿por qué debemos amar?, ¿qué es amar?, ¿cómo debemos amar?, ¿cuál es el objeto de nuestro amor?, ¿a quiénes debemos amar?, ¿cuánto tiempo debemos amar?¿todos podemos amar? Estas son algunas de las cuestiones que debemos desarrollar en este trabajo.

En cuanto al por qué debemos amar sólo bastaría con afirmar que Dios es amor [4][4]como razón suficiente. Que el Dios que nos impone el deber de amar con todas las dificultades que esto acarrea para la libertad individual, se impone a sí mismo el deber de amarnos con amor eterno, con verdadero y sublime amor. De modo que Dios nos pide que hagamos lo que él hace, lo que él es, lo que quiere que nosotros seamos. Dios es el manantial de amor que fluye permanentemente. Así lo expresa Kierkegaard en su oración: “¿Cómo podría hablarse rectamente del amor si quedases olvidado Tú, oh Dios del amor, de quien procede todo amor en el cielo y en la tierra?[5][5] Parafraseando a San Agustín: Dios es la recta medida del amor, que es el amor sin medida.

Dios es el por qué del amor, el pleno cumplimiento de su propia esencialidad. El por qué debemos amar lo responde el mismo corazón de Dios y los cristianos no tienen ninguna objeción al respecto. Todos están de acuerdo en que el amar al prójimo es la base del amor a Dios, dado que, como dice el apóstol Juan: “Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?[6][6]El amor a Dios no es un concepto puramente racional, requiere de un compromiso activo con relación a la realidad social.

Si debemos amar porque Dios es amor, debemos amar imitando el amor de Dios, aunque sea desfiguradamente, para saber justamente qué es amar. Amar es entregar lo más querido en favor de los demás, es negarse a sí mismo y renunciar a todo egoísmo. Es tomar la cruz como modelo de sacrificio vicario y expiatorio. Es ponerse en el lugar de los demás soportando muchas veces el desprecio injustificado. El verdadero amor cristiano, el que se nutre de la eternidad y se funda en ella, no consiste en charlatanería barata ni en largas y repetidas oraciones desde el cómodo lugar de la oficina pastoral o del convento; tampoco en largas peregrinaciones a lugares inalcanzables, ni de sermones elegantes homiléticamente construidos ni de flagelaciones corporales innecesarias; el verdadero amor consiste en sacrificio que mueve a la praxis, que desparaliza, que persigue la meta de la satisfacción de la necesidad ajena que no puede ni debe esperar, que es impaciente y que debe serlo.

Respecto de qué es el verdadero amor, Kierkegaard lo expresa brillantemente de esta manera: “Así que se equivoca el hombre que llama amor a lo que no es más que egoísmo, asegurando con las palabras más solemnes que no puede vivir sin la persona amada, mientras que no quiere oír que la tarea y la exigencia del amor consisten en negarse a sí mismo y renunciar a todo egoísmo enamorado. Y así se equivoca el hombre que da el nombre del amor a lo que no es más que débil abandono, o depravada blandenguería, o dañosa asociación, o profanadora intimidad, o relaciones egoístas, o sobornos lisonjeros, o fenómenos del momento, o lazo de la temporalidad”[7][7]

El verdadero amor se expresa a través de los frutos, por medio de lo que produce y no por el deseo de producir, ni por la aspiración ni el conocimiento teórico de que se debe producir. La vida secreta del amor que habita en lo oculto de la interioridad del corazón humano, debe manifestarse en público por medio de la calidad de sus frutos, de la auténtica y genuina transformación de vida que está dispuesta, si es necesario, a dar su vida por los demás.

La calidad de los frutos revela la calidad de creyente, porque no puede un árbol bueno producir malos frutos ni un árbol malo producir buenos frutos. Y los buenos frutos se reconocen por una vida transparente y que es consecuente consigo misma, con una vida en que se ha reconciliado el decir y el hacer, en la que amar no es tanto un deber mandado, sino una necesidad querida y consentida. De manera que es una necesidad para el amor manifestarse por medio de los frutos; sin tal necesidad, no hay verdadero amor y tal árbol merece ser maldecida como una higuera infructífera.[8][8]

Si no hay frutos del amor, sólo existen las hojas de las palabras huecas y descomprometidas. Como dice El apóstol Juan: “Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad”[9][9]El amor cristiano debe ser más que algo asentido, algo fuertemente vivido y practicado. Debe ser auténtico y maduro, porque… “el amor inmaduro y engañoso se conoce en que su único fruto son las palabras y las expresiones locuaces”[10][10]

De manera que amar es jugársela entera como se la jugó Jesucristo en Getsemaní, es cambiar el deseo de mi voluntad en pos de abrazar una causa que inspire suplir todo tipo de necesidades humanas y cotidianas. El por qué y el qué es amar está coimplicado en la misma persona de Dios y ejemplificado magistralmente en el despojo de sí mismo, de su gloria en la encarnación.

¿Cómo debemos amar? Con todo nuestro corazón, con todo nuestro cuerpo, con toda nuestra inteligencia; en definitiva, con toda nuestra existencia, buscando ser, al menos, una sombra activa de lo que fue la cruz de Cristo. Debemos amar con la firme convicción desinteresada que no hay mayor certeza en el mundo que sea superior al entregar la vida, si es necesario, por los demás.

Debemos amar en forma incondicional, sin esperar recompensas terrenas ni limosnas pasajeras, puesto que el tesoro del cristiano está en los cielos y no en la tierra. Amar de esa manera nos libera de egoísmos mezquinos y adulaciones ensoberbecedoras, nos asemeja a Dios aunque sea muy mínimamente, nos otorga verdadera independencia. Así lo expresa Kierkegaard: “…este “tú debes” libera al amor en feliz independencia. Tal amor no nace y muere conforme a la ley de la eternidad, es decir, no muere nunca; tal amor no depende de esto o de aquello, solamente depende de lo único que libera, por tanto, es eternamente independiente”[11][11]

El cómo debemos amar debe estar impulsado por el tú debes y por el yo quiero elegir ese debe como si yo lo hubiese mandado para mí mismo. Debo amar el tú debes como un imperativo que nace de mi propia voluntad, que se me impone desde lo querido y elegido por mí y no como la carga impuesta externa de una voluntad divina. Sólo eligiendo por convicción el tú debes se puede amar verdaderamente. El debe de la prescripción debe ser transformado en un debe de la elección; sólo así el tú debes no tendrá el sabor agrio de lo meramente prohibitivo, sino el dulce aroma de lo gratamente elegido.

En cuanto a cuál es el objeto de nuestro amor está claro que son todos y cada uno de los hombres que viven en este mundo. Y cuando digo todos están incluidos aún aquellos que son nuestros enemigos, aquellas personas que no nos quieren por los más diversos motivos. Porque “quien de verdad ama al prójimo, ama también en consecuencia a su enemigo. Esta diferencia: “amigo o enemigo”, es una discriminación en el objeto del amor, pero el amor al prójimo contiene de seguro un objeto indiscriminado. El prójimo es la completamente incognoscible distinción entre hombre y hombre, o la eterna igualdad de los hombres delante de Dios”[12][12]

De manera que el verdadero amor no distingue amigos de enemigos, sino que los agrupa a todos bajo el manto del deber de amarlos. Es un amor según el Espíritu y no según las inclinaciones, un amor de abnegación indiscriminado, que no ama al que lo ama, sino a todos los hombres. “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis?”[13][13]

En términos kierkegaardianos, amar a los que te aman es el amor por predilección y no es otra cosa que una forma de amor propio, una duplicación del yo. Amar sólo al amigo y al amado es como amarse así mismo. El yo del amor propio se fusiona con el yo de la predilección y de esta manera se duplica el egoísmo del amor propio, que no es más que la divinización de uno mismo, que es idolatría. El amor que se cimienta en la eternidad, el amor movido por el tú debes, es un amor que ignora todo tipo de predilección, va más allá de ésta, y se sacrifica abnegadamente por la totalidad de los hombres, obturando las diferencias con las palmas del corazón.

Sin embargo, esto de amar a todos, incluso a los enemigos, que es idealmente aceptado, resulta bastante impracticable en la realidad. Nuevamente el tú debes nos somete ante el desafío de tener que amar a quienes no nos aman, y esto verdaderamente requiere de un compromiso y del pago de un precio que no muchos cristianos están dispuestos a pagar. ¿Cómo voy a amar a quienes desean mi muerte, a quienes me odian descaradamente y sin motivo? Este es el desafío y el precio que implica llevar la cruz de Cristo todos los días. Amar a los enemigos es amar al prójimo y desduplicar el amor propio que supone amar al amigo y al amado.

De manera que el objeto del amor cristiano son todos los hombres sin excepción, aún aquellos que atentan contra nuestra vida. Si bien esto parece, y de hecho es bastante impracticable, salvo para aquellos que han alcanzado una madurez espiritual superlativa, no por ello se torna insignificante el mandamiento. Por el contrario, la impracticabilidad del mandamiento nos conduce a pensar satisfactoriamente de Dios que es puro amor.

Sin embargo, si pensamos que el mandamiento puede ser practicado desde el libre ejercicio de la voluntad y no por mandato divino, no tendría mucho sentido dicho mandato, es decir, si los hombres por sí mismos desearan amar a sus enemigos y amarse, entonces el mandamiento no sería más que un acto inconsecuente de Dios, lo cual resulta insostenible de quien es tres veces perfecto.

Por otra parte, parece bastante obvio con sólo contemplar la realidad de las relaciones humanas que, como decía San Agustín, el amor no es amado, nadie ama amar al prójimo, tanto es así que sólo basta con abrir los ojos y contemplar la realidad circundante. Lo que se ven permanentemente son los actos de violencia y discriminación, las acciones y pensamientos ensoberbecidos y las relaciones concupiscentes están a la orden del día como si fuesen naturalmente ideales.

Si amar al prójimo es una tarea difícil, mucho más difícil se torna amarlo en forma permanente, esto es, en todo momento y a pesar de todas las circunstancias. ¿Es posible conservar en el tiempo la práctica del amor? ¿Es verdadero amor aquel que se sustenta de hechos esporádicos y aislados? ¿Es posible amar al prójimo en un momento y dejarlo de amar en otro?

El amor por deber requiere que el amor sea practicado siempre, en todo momento y sin ningún tipo de condicionamientos; sin embargo, esto es una empresa tan difícil que se necesitaría de un Cristo para poder llevarla a cabo. Sólo teniendo una naturaleza divina se puede amar de esta manera. Sin embargo, el mandato fue dado a quienes no tienen una naturaleza divina, a quienes son sólo la sombra de aquel que lo mandó.

Y aunque aceptemos que el amor puede ser practicado de una manera divalente, es decir, en todo momento, no podemos dejar de advertir que sólo con la ayuda de Dios podemos amar de esta manera, sólo si Dios mueve nuestra voluntad para hacer el bien. Como dice el Apóstol Pablo, porque Dios produce en nosotros el querer como el hacer por su buena voluntad.

Ahora bien: si todos nuestros actos buenos y nuestros deseos de amar son producidos, son impulsados por Dios, quien produce el querer como el hacer en nosotros, entonces, ¿dónde queda la libertad individual? En ningún lado. Si lo bueno que hacemos lo hacemos porque Dios no mueve a hacerlo, entonces se justifica que Dios nos imponga el mandato de amar, dado que es él quien no ayudará a ponerlo en práctica, pero no tiene ningún sentido hablar de libertad humana. Y si no tiene sentido hablar de libertad humana, entonces se comprende mejor la obligatoriedad del mandamiento, es decir, como es Dios quien nos ayuda a cumplir con el mandamiento, éste puede ser practicado y realizado; de otra manera, resulta incierto que los hombres libremente decidan practicarlo, al menos en forma divalente o permanente. La incertidumbre de dicha práctica de manera espontánea está hartamente demostrada; basta con abrir un poco los ojos y mirar hacia alrededor.

Lo curioso es que Dios les pide a los hombres que se amen unos a otros y espera que esto suceda de manera permanente, es decir, no puede haber ninguna laguna, ningún dejo de indiferencia ante el prójimo, ninguna conducta descuidada. Y esto verdaderamente es imposible de practicar, salvo en aquellos casos en los que la luz de Dios ilumina nuestro espíritu y nos mueve y conmueve a hacerlo.

A esta altura pareciera que todo gesto de amor de unos hacia otros es el resultado de la intervención directa de Dios sobre la voluntad humana, que no puede el ser humano amar en forma independiente de dicho impulso divino, que no puede amar en forma natural, no impelida por el mandato, que todo acto caritativo es nacido en el corazón de Dios y traducido a los corazones humanos por iniciativa divina. Si esto así, la idea de libertad, de amor por elección se diluye hasta perderse completamente.

Ahora bien: ¿podría este impulso divino en los corazones humanos que los lleva a amar a los demás ser desoído por los hombres? Si tal impulso pudiera ser desoído, entonces existe una instancia en donde el hombre recupera parte de su libertad, en donde el hombre puede optar desoír el mandato interior generado por Dios. Sin embargo, si tal cosa pudiera ser posible, entonces el impulso divino no sería tan fuerte y volveríamos a caer en el problema que nos sumerge en la problemática de la libertad individual. Si el impulso de Dios no nos moviera a actuar a favor de los demás y los seres humanos tendríamos que optar libremente por cumplir con el mandato divino, es probable que la práctica del amor se estancara, que fuera irrealizable, abandonada, no querida.

En definitiva, amar a los demás es lo más importante que el hombre debe hacer. Sin embargo, esto que es lo más importante resulta de difícil realización y requiere de un grado de compromiso espiritual que muy pocas personas poseen. Claudio G. Barone

[1][1] Romanos, Cap15, 18-19.
[2][2] Juan, Cáp. 8, versículo 32.
[3][3] Kierkegaard, Las Obras del amor, LI, Pág. 89.
[4][4] 1 Juan, Cáp. 4, versículo 8
[5][5] Kierkegaard, Las Obras del amor, Tomo I, oración.
[6][6] 1Juan, Cáp. 4, versículo 20b
[7][7] Kierkegaard, Las Obras del amor, Tomo I, Pág., 49.
[8][8] Evangelio de Mateo, Cáp. 21, versículo 18-22.
[9][9] 1 Juan, Cáp. 3, vers 18.
[10][10] Kierkegaard, Las Obras del amor, Tomo I, Pág. 56.
[11][11] Kierkegaard, Las Obras del amor, Tomo I, Pág. 96.
[12][12] Kierkegaard, Las Obras del amor, Libro I, Pág. 139.
[13][13] Mateo Cáp. 5, vers 43-44 y 46.