martes, 16 de julio de 2013

Cristo, el verdadero conductor: Sigamos sus consejos


El ser humano que se ha erigido en Señor del mundo, abandonando al único y verdadero Dios, es el artífice de los conflictos económicos, políticos, socioculturales y ecológicos, entre otros, en todo el mundo. Y no es para menos, ¿cómo confiar en la conducción humana del hombre sin Dios, cuando ni siquiera es capaz de gobernarse a sí mismo? Un hombre que ha sido animalizado por Darwin, al ser ubicado en uno de los escalones del desarrollo materialista de la evolución, que parte de los organismos unicelulares a los más complejos; que no se sabe dueño de sus propios actos, o al menos, de la consciencia de la totalidad de todas sus decisiones, puesto que, según Freud, gran parte de sus voliciones transcurre en la oscuridad de su inconsciente; que es el resultado de las luchas de fuerzas que constituyen su mismidad desde el mismo momento de su nacimiento, tal como pensaba Marx respecto del poder de la estructura económica para proletarizar la vida y alienar al trabajador del producto de su esfuerzo, haciendo del hombre un producto del desarrollo social capitalista; que no cree en los hechos como fenómenos históricos únicos, sino que relativiza todo conocimiento, cabalgando sobre la expresión nietzscheana; “No hay hechos, sólo interpretaciones”, ¿cómo puede gobernar el mundo con rectitud y justicia?

Este hombre, arrojado al abismo de su animalidad, perpetrado en la oculta manifestación de sus deseos inconscientes, construido y gobernado por fuerzas económicas que lo trascienden, y desconfiado de la posibilidad de conocer los hechos, especialmente aquellos que lo llevarían a encontrarse con Dios, es aquel que guía los destinos de sus pares. Los resultados están a la vista. Las profundas crisis económicas están sepultando a la indigencia a muchos trabajadores, aun en los países del primer mundo. Los conflictos étnicos y religiosos conducen a guerras permanentes en la que todos pierden, fundamentalmente, los más débiles. Las distintas enfermedades psicológicas han aumentado considerablemente este último siglo: pánico, estrés, trastornos emocionales, ansiedades diversas, etc. Las diversas sectas están haciendo estragos en las familias, destruyendo la mínima esperanza de encontrar sentido verdadero a la vida.

Se percibe un aire de desesperanza que atraviesa a toda la humanidad. Los libros de autoayuda operan como recetas salvíficas de la integridad del hombre, otorgando respuestas que satisfacen por un momento, pero que demuestran ser remiendos inconclusos ante la menor frustración. La angustia existencial rodea y penetra en muchos corazones que intentan llenar con objetos la carencia de una verdadera espiritualidad. Ante semejante crisis de identidad y ante la desconfianza que supone dejar en manos de este hombre el destino de todos los demás, se torna imprescindible pensar en otro tipo de hombre, que no sea parte del mundo animal-racional, que no deba reprender sus instintos inconscientes, que no necesite ni sea absorbido por ninguna estructura social y, sobre todo, que no relativice el conocimiento, pensando que detrás de la realidad sólo hay una máscara.

Sin dudas, ese hombre existió, caminó por las polvorientas calles de Jerusalén, habló las palabras más sabias que jamás se hayan dicho, demostró su poder por medio de milagros, liberaciones y sanidades, y constituyó el verdadero fundamento sobre el cual todos los demás hombres debían edificar. Su nombre fue Jesús. Aún puede realizar cambios en la sociedad y en todo aquel que le busca, que reconoce que en él está la vida y la verdad, que él es la única esperanza y el único genuino conductor que sabe hacia dónde debe ir el hombre, no sólo en esta tierra, sino en la eternidad.

No hay otro nombre ni otro hombre. En vano las personas buscan anclar sus almas en otros personajes u otras filosofías. Ninguna personalidad, aun la más brillante de todas las épocas puede opacar la magnificencia de Cristo. Él es superior a todo y todos, porque él es Dios y su gloria lo llena todo. No perdamos la finitud de nuestro tiempo en búsquedas erróneas, en ofertas que calman la sed por un tiempo. Busquemos al dador de la fuente de vida eterna y hallaremos descanso para nuestras almas. Él quiere dirigir nuestras vidas desde adentro, tomar el timón completo de nuestro ser, para hacer grandes cosas por medio nuestro. Es hora de encontrarnos con este conductor.
Claudio Gustavo Barone
Prof. Filosofía

martes, 5 de marzo de 2013

Los apócrifos y el canon


El primer siglo de la era cristiana, bajo el dominio romano del mundo conocido, tuvo lugar un acontecimiento que cambiaria el rumbo de la historia: la encarnación del Verbo. El contexto del siglo I está plagado por especulaciones de diversos prismas. El judaísmo con sus diversas facciones: fariseos, saduceos, zelotes; las distintas escuelas filosóficas: estoicismo, epicureísmo, cinismo y escepticismo, proponían caminos para la obtención de la felicidad. Una cantidad de propuestas de vida, de modos de pensar, junto con los textos sagrados del judaísmo, más algunos pseudosagrados, de índole mística, afloraban y pugnaban por el dominio de las mentes.

En este contexto social, surgió el enorme ministerio de Cristo. Fue él quien eligió a sus apóstoles para enviarlos como a ovejas en medio de lobos. Muchos de ellos se encargaron de narrar los acontecimientos del cual fueron testigos audiovisuales. Y el apóstol Pablo, a pesar de no pertenecer a los 12, escribió 13 epístolas del Nuevo Testamento. Las cartas paulinas, juaninas y petrinas, junto con los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, circulaban en toda Asia Menor en ese primer siglo. Sin embargo, junto con estos textos de marcada inspiración divina, que eran leídos por la mayoría del heterogéneo e incipiente movimiento cristiano, aparecieron, al mismo tiempo, evangelios de procedencia heterodoxa que pretendían tener mayor legitimidad que los apostólicos.

Tanto Juan como Pablo, se encargaron en sus epístolas de denunciar ciertas doctrinas pseudocristianas, que crecían como hongos venenosos y, para usar la expresión Ireniana, se transformaban en cebos tentadores para ser creídos. Sin duda, los diversos “gnosticismos” incipientes en el primer siglo, pusieron en peligro la sana doctrina, enseñando que la autognosis era el camino redentor y emancipador del cuerpo que, en terminología platónico-pitagórico-gnóstica representaba la tumba o cárcel del espíritu. No obstante, estos grupos se consolidaron como enormes sistemas filo-religiosos a mediados del siglo II, generando una basta cantidad de escritos conocidos como evangelios apócrifos (απόκρυφος), es decir,  'ocultos, secretos', que sólo podían ser leídos, comprendidos por un pequeño grupo de iluminados o iniciados, y que decían ser de origen alógeno, es decir, de una naturaleza espiritual distinta y superior. Fueron Ireneo de Lyon, en su (Adversus haereses) y Clemente, entre otros,  los encargados de refutar sus doctrinas.

Sin embargo, los embates conceptuales en contra de los gnosticismos, de ningún modo acabaron con la formación de nuevas sectas. Hacia finales del siglo cuarto, San Epifanio menciona una lista de no menos de 60 grupos gnósticos, entre los cuales podemos nombrar: simonianos, setianos, marcionistas, valentinianos, adamitas, ofitas. Pero, sin duda, quien motivó el apresuramiento en la canonización de los libros del Nuevo Testamento, fue el reconocido Marción, dado su habilidad para obtener la aprobación de muchos seguidores, y por su deseo de formar una Iglesia con sustento doctrinal herético, que descartaba y mutilaba gran parte del N.T., y sólo reconocía parte de la enseñanza del apóstol Pablo como verdadera.

Fue así que en el año 397, en el Concilio de Cartago, Jerónimo realizó una traducción de la Septuaginta griega al latín, incorporando en su Vulgata, los libros apócrifos de la Septuaginta, completando así un número de 73 libros, de los cuales 7 de ellos nunca formaron parte del texto masorético hebreo, y fueron rechazados por Martín Lutero en 1521 como deuterocanónicos, es decir, buenos para leer, pero no inspirados por Dios. En el 405, Jerónimo terminó su obra y ésta fue aceptada por la Iglesia como “canon”, esto es, norma o medida de los libros que deben ser considerados como expirados, soplados desde adentro hacia afuera por Dios. Los diversos grupos de cristianos protestantes rechazamos los libros apócrifos de la Septuaginta, del mismo modo que los judíos, y aceptamos sólo 36 libros del A.T., en vez de 46. El canon completo está constituido por 66 libros.

Entre los libros apócrifos de tendencia gnóstica, no los llamados deuterocanónicos que los católicos tiene insertos en su A.T., se encuentran los evangelios de la natividad o infancia y los evangelios de pasión y resurrección. La particularidad de los primeros radica en que, de alguna manera, vienen a cubrir la distancia temporal que separa al Jesús de 12 años, que desea estar en los negocios de su padre, del Jesús de los 30, que principia su ministerio público. En los segundos, el énfasis está puesto en una resurrección de tipo pneumática, es decir, de tipo espiritual solamente. En algunos casos, las expresiones narrativas son similares a las encontradas en los evangelios canónicos; en otros, son historias fantasiosas, aunque divertidas. Entre los evangelios de la infancia, podemos mencionar el “evangelio armenio de la infancia”. Para concluir, les dejo un relato de este evangelio. Es la historia de dos soldados que disputaban entre sí, haciendo que el niño Jesús intervenga y converse con uno de ellos. Cito parte del fragmento, a modo de ejemplo:

“Y, como después el soldado mirase a su alrededor, vio a Jesús sentado tranquilamente, y le preguntó: ¿De dónde vienes, niño? ¿Adónde vas? ¿Cuál es tu nombre? Y Jesús respondió: Si te lo digo, no me comprenderías. El soldado interrogó: ¿Viven tu padre y tu madre? Y Jesús respondió: Mi Padre vive, y es inmortal. El soldado replicó: ¿Cómo inmortal? Jesús repuso: Es inmortal desde el principio. Vive, y la muerte no tiene imperio sobre él. El soldado insistió: ¿Quién es el que vive siempre, y sobre quien la muerte no tiene imperio, puesto que afirmas que a tu padre le está asegurada la inmortalidad? Dijo Jesús: No podrías conocerlo, ni aun alcanzar de él la menor idea. Entonces el soldado le preguntó, diciendo: ¿Quién puede verlo? Y, respondiendo él, dijo: Nadie. E interrogó el soldado: ¿Dónde está tu padre? Y él contestó: En el cielo, por encima de tierra. El soldado inquirió: Y tú ¿cómo puedes ir a su lado? Jesús repuso: Yo he estado siempre con él, y hoy todavía con él estoy. El soldado indicó, confuso: No comprendo lo que dices. Y Jesús aprobó: Ello es, en efecto, incomprensible e inexpresable. El soldado añadió: ¿Quién, pues, puede comprenderlo? Jesús dijo: Si me lo pides, te lo explicaré. Y el soldado encareció: Te ruego que así lo hagas”.

Claudio Barone
Prof. de Filosofía (UBA)

miércoles, 13 de febrero de 2013

El hombre ha perdido el rumbo


El hombre ha perdido el rumbo. Habla de valores y vive contra ellos. Habla de humanidad y vive en el absoluto egoísmo. Habla de honestidad y se consume en ver cómo pisotear a los demás. Habla de educación y se atornilla a la crítica incesante de aquel que se muestra y piensa distinto. Se jacta de poder prescindir de Dios, sin pensar por un momento, que Dios puede prescindir de él en cuestión de segundos. Algunos viven como si fueran eternos. Creen que todo el mal que causan se va a perpetrar indefinidamente; sin embargo, su propio mal los termina acorralando. Se ríen de los derechos naturales y humanos, y viven en la triste fantasía de creerse super-hombres como el lunático Nietzsche. En vez de mirar al cielo y deslumbrarse por la maravillosa obra de Dios, se miran a sí mismos como si fueran dioses. Se creen sus propios delirios megalómicos y actúan en consecuencia. Lo triste es que su extensión y reinado como dioses no dura más que 70 o 80 años, si es que el Dios a quien desconocen y de quien se burlan les permite llegar a esos años. La mentira reinante de que el hombre es artífice de su destino, de que la salvación está en sí mismo, de que no necesita de Dios, lo condena al ostracismo más degradante. La mentira de que el éxito es la cumbre gloriosa de la felicidad condena a los hombres a una búsqueda desesperada por valores efímeros como la fama, el dinero, entre tantas cosas, por las que luchan en sus pasajeras vidas. Y los que luchan por estas cosas, cuando las obtienen, terminan en el más oscuro hastío Schopenhaueriano. Ya se les acabó el sentido de la vida, no saben cómo seguir, se quedan sin dirección y caen el la más aguda agonía existencial. Todos sus esfuerzos lo pusieron en la búsqueda del éxito, entendido como la posesión de bienes materiales y graciosas adulaciones de otros hombres menos exitosos. Ninguno piensa en el éxito como la capacidad de amar al prójimo, de servir al débil, de cumplir con los mandatos que Dios ha establecido para la vida humana. Todos hablan de éxito, de las claves del éxito; sin embargo, si hubo alguna vez alguien verdaderamente exitoso, no tenía dónde recostar su cabeza, no vestía ropas elegantes ni tenía colgado ningún título doctoral. Hablo de Cristo, ¿de quién otro? El éxito de Cristo resultó en su propia vida, en su ejemplaridad, en su coherencia, en su sacrificio. Un éxito tal, que llevó a que sus palabras hayan sido traducidas a cientos de idiomas, en cientos de culturas. ¿Cuánto pueden durar los éxitos humanos? ¿Quién se va a acordar de nosotros la generación siguiente a nuestra muerte? De Cristo se acuerdan todos, incluso quienes se burlan desde la ignorancia. Busquemos el verdadero éxito, aquel que genera frutos eternos.

Claudio Barone

Prof. de Filosofía

 

La racionalidad de Dios


Los divinizadores de la Razón, como Voltaire, Sartre, entre otros, nos han dejado un mundo en donde la indiferencia, el alejamiento, la hostilidad y burla ante Dios, son las muestras más opacas de la miserabilidad moral del hombre. Que la Razón ha fracasado en generar condiciones materiales de existencia dignas para todos, (algo que Marx expone magistralmente en su Manifiesto); en su intento denodado por terminar con la religión (viejo sueño comteano); al insistir en que la madurez de la humanidad posibilitaría que la Biblia pase a ser sólo historia (profundo sentimiento volteriano), lo demuestran Lyotard, Habermas, Cioran (filósofos postmodernos) por nombrar algunos.

Pero, ¿cuál es el legado que los dueños de la Razón han producido? Basta con levantar la mirada para darnos cuenta de que el mundo en que vivimos es un caos, que los valores que se proclaman como auténticos, son sólo deformes caricaturas de un hombre en decadencia. El hombre postmoderno se preocupa por la ecología, por el cuidado de la casa de todos, pero ignora, naturaliza y permite que miles de seres humanos se mueran de hambre cada 20 segundos. Se preocupa por el cuidado de los animales (buena tarea), pero es cómplice de los miles de abortos clandestinos y/o legales que se realizan día a día en todo el mundo. Insiste en que el cuidado de la salud es fundamental, pero abroga por legalizar las drogas para consumo personal.

En un mundo que vive en la contradicción de todos sus enunciados, cubierto por la apariencia del progreso tecnológico, sólo basta demostrar que el índice de problemas comunicacionales, ya sea a nivel familiar, como interpersonal se ha multiplicado considerablemente. La virtualidad en las relaciones interhumanas se ha naturalizado como verdaderos gestos de humanidad. El mensajito, el chat, entre otros, han ocupado el lugar de la visita personal y el abrazo. Las distancias se han acortado, tanto como las relaciones genuinas de comunicación verbal y afectuosa.

Por otro lado, las enfermedades psicosomáticas, el estrés, el ataque de pánico, la anorexia, así como los accidentes cerebrovasculares están a la vanguardia; son epidemias difíciles de combatir, puesto que son sistemáticas a un mundo que vive más rápido de lo que piensa, como si lo único que existiese fuese el eterno presente. Para todo se corre, como si la muerte nos persiguiera desde atrás. La pausa para la contemplación cognoscitiva está devaluada, puesto que, para algunos, no es rentable. Todo se piensa en términos de números, fogueando el famoso “vales por lo que tienes”, mientras se cabalga en el consumismo ilimitado y las leyes dominantes del mercado económico.

Se ha perdido el centro identitario que nuclea al hombre con Dios. Y como todo está permitido, puesto que Dios no existe, al decir de Nietzsche, Sartre, lo absoluto se torna relativo, lo trascendente se convierte en inmanente, la única verdad, en múltiples y contradictorias verdades, la realidad en perspectivas. Sin embargo, aquello mismo que el hombre desestima (la Soberanía de Dios) es la única alternativa para que pueda recoger cada uno de los pedacitos de un mundo fragmentado en infinitas desilusiones.

No hay tiempo para seguir divinizando la Razón y despreciar al Creador de todas las cosas. Necesitamos asirnos de Dios por medio de Jesucristo, para encauzar nuestra vida en el rumbo adecuado. No hay muchas direcciones correctas, puesto que Cristo es el único camino. Él ha establecido para el hombre los principios verdaderos que nos llevan a una vida de propósito, a un destino cierto y a la gloria eterna.

Busquemos a Dios y vivamos bajo su racionalidad, que no postula logros inexistentes, que no vaticina cambios radicales en la existencia material exterior, sino verdaderos cambios en la interioridad, que se profundizan día a día cuanto más nos acercamos a Él. Porque de lo que se trata, no es de ser más rico o más reconocido (ya Aristóteles mencionaba en su ética a Nicómaco, lo efímero que son estas cosas), sino de ser más sabios y más santos. Lo importante consiste en reflejar los valores del reino desde la misma práctica, no sólo enunciarlos simplemente.

Para una vida gloriosa, necesitamos una entrega incondicional a Dios, quien puede recogernos en sus brazos, marcar nuestro camino con su racionalidad, y dirigir providencialmente nuestra vida de acuerdo a sus eternos propósitos. Mientras que el hombre se cree el Señor de la historia, y ha producido este deplorable mundo, Dios, el verdadero amo y Señor, (quien no juega a los dados con los hombres, como dijo Einstein), y tiene el absoluto dominio sobre todas las cosas, nos espera para abrazarnos. ¿Desatenderemos su invitación?

                                                                                              Claudio G. Barone

                                                                                               Prof. de Filosofía (UBA)