El hombre ha perdido el rumbo. Habla de valores y vive
contra ellos. Habla de humanidad y vive en el absoluto egoísmo. Habla de
honestidad y se consume en ver cómo pisotear a los demás. Habla de educación y
se atornilla a la crítica incesante de aquel que se muestra y piensa distinto.
Se jacta de poder prescindir de Dios, sin pensar por un momento, que Dios puede
prescindir de él en cuestión de segundos. Algunos viven como si fueran eternos.
Creen que todo el mal que causan se va a perpetrar indefinidamente; sin
embargo, su propio mal los termina acorralando. Se ríen de los derechos
naturales y humanos, y viven en la triste fantasía de creerse super-hombres
como el lunático Nietzsche. En vez de mirar al cielo y deslumbrarse por la
maravillosa obra de Dios, se miran a sí mismos como si fueran dioses. Se creen
sus propios delirios megalómicos y actúan en consecuencia. Lo triste es que su
extensión y reinado como dioses no dura más que 70 o 80 años, si es que el Dios
a quien desconocen y de quien se burlan les permite llegar a esos años. La
mentira reinante de que el hombre es artífice de su destino, de que la
salvación está en sí mismo, de que no necesita de Dios, lo condena al
ostracismo más degradante. La mentira de que el éxito es la cumbre gloriosa de
la felicidad condena a los hombres a una búsqueda desesperada por valores
efímeros como la fama, el dinero, entre tantas cosas, por las que luchan en sus
pasajeras vidas. Y los que luchan por estas cosas, cuando las obtienen,
terminan en el más oscuro hastío Schopenhaueriano. Ya se les acabó el sentido
de la vida, no saben cómo seguir, se quedan sin dirección y caen el la más
aguda agonía existencial. Todos sus esfuerzos lo pusieron en la búsqueda del
éxito, entendido como la posesión de bienes materiales y graciosas adulaciones
de otros hombres menos exitosos. Ninguno piensa en el éxito como la capacidad
de amar al prójimo, de servir al débil, de cumplir con los mandatos que Dios ha
establecido para la vida humana. Todos hablan de éxito, de las claves del
éxito; sin embargo, si hubo alguna vez alguien verdaderamente exitoso, no tenía
dónde recostar su cabeza, no vestía ropas elegantes ni tenía colgado ningún
título doctoral. Hablo de Cristo, ¿de quién otro? El éxito de Cristo resultó en
su propia vida, en su ejemplaridad, en su coherencia, en su sacrificio. Un
éxito tal, que llevó a que sus palabras hayan sido traducidas a cientos de
idiomas, en cientos de culturas. ¿Cuánto pueden durar los éxitos humanos? ¿Quién
se va a acordar de nosotros la generación siguiente a nuestra muerte? De Cristo
se acuerdan todos, incluso quienes se burlan desde la ignorancia. Busquemos el
verdadero éxito, aquel que genera frutos eternos.
Claudio Barone
Prof. de Filosofía
No hay comentarios:
Publicar un comentario