miércoles, 13 de enero de 2010

La postmodernidad y su influencia en la Iglesia Cristiana


Cada época histórica ha estado dominada por cierto espíritu filosófico, por cierta forma de entender la realidad, las diversas formas de asociación humana, sus comportamientos éticos y valores culturales. Dicho espíritu se va insertando gradualmente en cada cultura hasta absorber por completo lo que tiene de propio, y así logra naturalizar una manera de ser y de vivir que tiene rasgos hegemónicos y únicos. Esto no quiere decir que las distintas culturas sean semejantes entre sí; lo que quiere decir es que el espíritu de la época mantiene las diferencias pero las trasciende en una comprensión superior de las cosas que las hace semejantes a todas. Todas las culturas se ven dominadas por un espíritu superior que las contiene, las explica y las dirige. Tal espíritu lejos de ser de naturaleza divina, se construye a partir de que ciertas ideas se van imponiendo paulatinamente al resto de los hombres hasta parecerles apropiadas para ser seguidas. Estas ideas se van naturalizando desde las mismas prácticas sociales y sin duda, devienen de experiencia que ha sido sedimentada.


De manera que el espíritu de una época está marcado por la dominación hegemónica de un grupo de ideas sobre otras. Claro que estas ideas muchas veces no tienen poder en base a dar mejores respuestas explicativas de la realidad circundante, sino en base a emerger de un ámbito de poder político, económico y social. Lo que quiero significar es que el espíritu de una época, lo que determina un modo de ser o de pensar está fuertemente marcado por un grupo de personas que ostentan alguna clase de poder, ya sea político, religioso, económico o de otro orden. Las ideas no se imponen por sí mismas, existe un grupo de poder que las impone y lucha para que sean reconocidas.


Una vez impuestas las ideas asistimos a un espíritu que domina toda la esfera del pensamiento humano, atraviesa todas las diferencias culturales y las disuelve virtualmente en un espíritu de alcance superior, a tal punto que se torna natural lo que es sin duda, fruto de la lucha por el reconocimiento y el poder.


Cuando se logra imponer una única cosmovisión interpretativa, entonces estamos ante lo que se ha denominado “paradigma”, que no es otra cosa que un modelo para ver el mundo. Cada época histórica ha estado marcada por un determinado paradigma. Por ejemplo, la concepción en astronomía que dominó gran parte de la Edad Media fue la ptolemaica aristotélica, que sostenía un geocentrismo cerrado. Sin embargo, Galileo cambió el paradigma, la forma de ver el mundo y postuló un heliocentrismo que dio por tierra la concepción tolemaica y siglos de creencia equivocada.


Esto significa que el espíritu de una época, al que hemos denominado paradigma, tiene sus picos, sus recesos y sus retrocesos. Ningún paradigma es permanente, aunque predomine por varios siglos. Otro ejemplo es el poder que la Iglesia Cristiana tuvo a partir del siglo cuarto. Desde que Constantino oficializó el falso casamiento de la Iglesia y el Estado, toda la realidad se interpretaba bajo el prisma del Dios de la Biblia. Desde el siglo cuarto hasta entrado el siglo quince, toda discusión respecto de cómo debía entenderse la realidad giraba en torno de lo que los líderes religiosos entendían e interpretaban de la Biblia. La Biblia era el parámetro en el que se apoyaba el espíritu de esa época que algunos llaman “oscurantismo medieval”.


El espíritu de una época debe imponer su hegemonía permanentemente, puesto que siempre hay focos de resistencia que se niegan a ser arrastrados o absorbidos en un espíritu impersonal y trascendente. Siempre existen movimientos antagónicos que luchan por mantener sus singularidades, sus peculiaridades más asombrosas.


Lo que se sedimenta y luego se naturaliza y masifica tiene el poder de lo legal y verdadero, aunque esto pueda ser puesto en duda por muchas razones. Una vez que el espíritu se logra imponer, es muy difícil deslegitimar todo lo que su presencia transmite como verdadero, pues la mayoría de las personas transitan bajo su cobertura como si sus valores y formas de interpretar la realidad hubiesen estado siempre o lo que es peor, como si fuesen puestos por el mismo Dios, como si fueran eternos e inmutables.


Sin embargo, lejos de ser eternos los valores que el espíritu impone, tienen fecha de vencimiento, aunque pasen muchos siglos para su derrumbe o bien para su reacomodamiento en un espíritu de otra índole con aspecto de superior.


De manera que el espíritu de una época se hace sentir y arrastra con su fluir a la totalidad de los vivientes, aunque haya siempre focos de resistencia. Puesto que el modo de ser y de actuar corresponde a cada época, ninguna persona que se resista ha de hacerlo desde otro lugar que no sea el espíritu de su época actual; es decir, aunque se pronuncien resistencias frente al espíritu de una época, esas resistencias han de presentarse con las formas vigentes que representan los valores del espíritu al que se opone. Esto es lo que hace más difícil el derrumbe de un paradigma, esto es, aceptar sus reglas de juego para poder modificarlo.

En la actualidad, asistimos a un paradigma que tiene más de un siglo de dominio, si es que es posible precisarlo cronológicamente. El mover del espíritu es muy difícil de caratular, de cronometrar. Sin embargo, se puede conocer en base a los diferentes cambios que va teniendo una sociedad en cuanto a lo económico, lo político, lo religioso y lo social. El paradigma vigente se ha dado en llamar postmodernidad y esto tiene múltiples aristas para ser evaluadas.


La postmodernidad o el espíritu postmoderno surgen del debilitamiento y del fracaso del ideal moderno. El espíritu de la modernidad tenía como objetivos principales liberar al hombre de la tutela religiosa, emanciparlo de lo divino y poner a la Razón como único archegós interpretativo de toda la realidad. Su propósito era racionalizar el mundo, matematizar la Naturaleza, develar los misterios de la Naturaleza y terminar con la injusticia social y la pobreza.


El hombre moderno tenía esperanza en un cambio social permanente y definitivo. Era un idealista que soñaba con cambiar al mundo. Sentía que las ataduras religiosas una vez liberadas lo llevaban al éxito irremediablemente. Sólo necesitaba hipostasiar a la Razón, ponerla en lugar de Dios y construir un mundo más digno de ser vivido. Este espíritu racionalista se insertó en muchas iglesias cristianas e hizo estragos. Muchos hombres de Dios comenzaron a racionalizar las enseñanzas bíblicas y todo lo que no se ajustaba a la diosa Razón fue descartado y descreído. De hecho, los milagros, las sanidades, e incluso la resurrección fue negado. Surgieron los cuestionamientos a la Biblia y algunos llegaron a negar su autoridad y a descreer en su inerrancia. Lo nuevos métodos descubiertos fueron aplicados para probar la verdad de sus enseñanzas. Muchos dejaron de creer definitivamente; otros, creyeron lo que se ajustaba a la Razón. El espíritu moderno en lugar de traer liberación y armonía social, trajo descontento, división y fue verdaderamente un fracaso.

Frente al fracaso del espíritu moderno, la postmodernidad tiene una impronta menos prometedora y más realista, aunque también más desalentadora. Con la postmodernidad se han acabado los grandes relatos que intentaban comprender la realidad en forma totalizadora. Ya no se busca conocer la totalidad de las cosas, sino aquellas que sean útiles para la vida cotidiana. Las preguntas metafísicas por excelencia, tales como quién soy, de dónde vengo o a dónde voy ya no tienen el interés de los filósofos postmodernos y son radicalmente rechazadas. Del mismo modo toda pretensión religiosa de interpretar la realidad es vista como anacrónica.


El espíritu postmoderno no cree en el futuro, puesto que vive en un inmenso presente. Su lema es: “Disfruta el hoy, no importa el mañana” Y para disfrutar el hoy es necesario vivir a full cada día como si fuera el último, ocuparse de sí mismo sin mirar hacia los costados. Esta es una nota clave del espíritu posmoderno: el fuerte individualismo, el atomismo en materia ética o lo que es lo mismo: la indiferencia ética. Dado que sólo existe un presente ancho y el futuro se escapa, no existe, no debe ser esperado, entonces no hay tiempo para ocuparse de los demás. Por otra parte, tampoco existe ningún cielo para ser ganado a través de las buenas acciones ni un infierno para ser temido.


El hombre postmoderno debe hacerse cargo de sí mismo, sin esperar nada del futuro ni de ninguna verdad humana ni divina definitiva e inmutable, puesto que no hay una única verdad, sino múltiples perspectivas de la realidad que luchan por imponer sus razones y ganar terreno en el ámbito interpretativo. De manera que al fuerte individualismo reinante, el hombre postmoderno debe enfrentarse con una nueva realidad: el perspectivismo en materia gnoseológica. Esto es, existen tantas lecturas de la realidad que resulta muy difícil llegar al conocimiento de todas y poder descifrar cuáles son los argumentos de cada una de estas lecturas que buscan la hegemonía. Esta dificultad para conocer todas las propuestas trae aparejada otro tipo de dificultad mayor, a saber: cómo saber qué camino seguir, cuál es el mejor atajo para tomar. Hay tantas respuestas, tantas explicaciones que la idea de verdad única se diluye en un montón de respuestas que parecen tener el mismo sostén argumentativo, es decir, cada respuesta se apoya en argumentos muy sólidos y es muy difícil contrarrestarlos.


De manera que la postmodernidad sostiene bloques interpretativos muy diferentes entre sí, pero con la misma fuerza argumental, lo que genera una nueva forma de entender la verdad, es decir, la verdad ahora va a ser verdad dentro de un bloque interpretativo, dentro de un sistema de ideas y no fuera del mismo. Así, la verdad es sistemática y entonces van a ver tantas verdades como sistemas filosóficos que intenten describir la realidad existan. Esto es inevitable. Con lo cual, ahora tenemos otra característica importante de la postmodernidad: la sistematicidad de la verdad.


Ahora bien, si la verdad es sistemática, entonces también es relativa al sistema que la pronuncia, es decir, la verdad va a ser la verdad absoluta de un sistema interpretativo y, por ende, relativa para los demás sistemas. Con lo cual, la idea de una verdad que sea válida universalmente ya carece de sentido considerar, puesto que no existe. Ahora, toda verdad va a ser relativa a un sistema interpretativo, va a ser inmanente a dicho sistema y, de ninguna manera, trascendente.
El fuerte perspectivismo al que el espíritu posmoderno nos sumerge tuvo y tiene fuertes incidencias en el ámbito cristiano. Pues si no hay una única verdad, sino diversas respuestas interpretativas, entonces no existe una única forma de interpretar la Biblia ni una única denominación cristiana que pueda decir, sin soberbia, que tiene el monopolio de la interpretación bíblica auténtica. Además, distintas facciones religiosas intracristianas y también extracristianas tienen el mismo derecho de proclamar que sus horizontes interpretativos son los más adecuados, responden genuinamente al misterio del Cosmos.


Los cristianos sabemos muy bien cuáles son los costos del espíritu postmoderno, puesto que permanentemente se deslegitima la autoridad bíblica y no sólo desde fuera del cristianismo, sino también por aquéllos que dicen ser cristianos y cuestionan sin piedad la Palabra de Dios. De modo que la lucha es doble: por un lado, el fuerte relativismo gnoseológico nos impone la responsabilidad de prepararnos más, de conocer las distintos horizontes conceptuales para poder desarmarlos desde la Palabra de Dios; por el otro, contrarrestar las falsas doctrinas que yacen en el interior del cristianismo, las huecas enseñanzas y los líderes falsos que azotan a la cristiandad.
La postmodernidad desafía a la Iglesia a prepararse más, a conocer a sus enemigos conceptuales para darle batalla. No sirve la cómoda respuesta cristiana que busca condenar a todos aquellos que piensan de otra manera, puesto que Jesús nunca lo hizo. Es necesario desarticular las ideas desde las ideas y no con la conformidad que reporta abrir un juicio condenatorio a todos aquellos que no piensan de la misma manera.


Al mismo tiempo que el espíritu postmoderno encierra un fuerte perspectivismo en materia gnoseológica que desemboca en el relativismo, también el espíritu postmoderno abraza un relativismo en materia axiológica, es decir, no existen valores de alcance universal, que sean válidos para todas las personas, esto es, que sean impersonales y trascendentes. Los valores son personales e inmanentes. Esto quiere decir que cada persona elige cómo quiere vivir, cuál es la normativa ética que quiere para su vida, teniendo como única restricción lo que dicte su conciencia. Además, los valores lejos de pertenecer a una dimensión sobrenatural, es decir, lejos de ser los mandados por Dios, son los mandados por cada cultura y reapropiados o reinterpretados por cada individuo conforme a sus intereses éticos que no siempre cuadran con los intereses éticos sociales.


De modo que los valores se desacralizan y se ajustan a cada cultura. Así, no existen valores que estén por encima de los valores culturales propios, esto es, transvalores que sean válidos para todos los seres humanos. La dimensión axiológica divina es rechazada de plano porque es rechazada toda explicación divina de la realidad. El Dios que mantenía la hegemonía interpretativa en la Edad Media ha sido enterrado en el holocausto de los recuerdos, tanto para Nietzsche como para otros tantos filósofos.


La libertad de hacer lo que se quiere se impone en la postmodernidad sin ningún tipo de trabas, más allá de las que dicta cada conciencia. Los valores son subjetivos y existe un rechazo hacia todo tipo de objetividad en materia de valores. Esto genera una traba importante a la hora de predicar el evangelio, puesto que no sólo debemos luchar contra distintos horizontes conceptuales, sino también contra distintos horizontes éticos. Y estos distintos horizontes éticos existen también hacia el interior de nuestras iglesias que tienen divergentes lecturas respecto de cómo se debe vivir como cristianos. De igual modo, nuestra lucha siempre es contra los que no son cristianos y contra los que dicen ser cristianos y viven de otro modo.


Lo más notable es que muchos de los cristianos que aceptan valores trascendentes, se comportan adoptando valores culturales que están muy lejos de ser mandados por Dios. Algunos cristianos aceptan más sus pautas culturales de vida, que aquellas dadas por Dios en su Palabra, es decir, aceptan teóricamente lo trascendente pero en la práctica cotidiana se comprometen con valores inmanentes y relativos a cada cultura. La diferencia radical entre los valores mandados por Dios y los valores culturales se deja ver porque unos son objetivos, universales y verdaderos y los otros son subjetivos, epocales y relativos. Los cristianos debemos combatir contra estos valores relativos, pero si nosotros los adoptamos las cosas se complican bastante.


El espíritu postmoderno al desacralizar la realidad, al perspectivizar el conocimiento, al relativizar la verdad, propone otra forma de vida que se apodera fuertemente del sentido de la realidad. Frente a la sacralidad de la vida, la mundanalidad; frente a un conocimiento que pueda ser válido universalmente, la perspectiva; frente a una verdad única revelada, muchas verdades inmanentes.


La posmodernidad al rechazar toda metafísica filosófica y religiosa se vuelve radicalmente positivista. El positivismo científico es el mejor aliado del espíritu postmoderno. La ciencia y sus descubrimientos van a ser abrazadas como una vaca sagrada. Todo lo que pueda ser probado por la ciencia va a tener validez de carácter universal y todo aquello que no pase su rígido examen va a ser tildado de acientífico. La nueva forma de entender la realidad va a estar dada por el cientificismo. Por eso podemos escuchar expresiones tales como. "La ciencia ha probado o demostrado” o bien “si la ciencia lo dice…”


La legitimidad que tiene la ciencia está fuera de discusión. La mayoría de las personas creen que la ciencia es la superación de los antiguos mitos religiosos y que lo que ella no ha podido demostrar todavía, lo hará en el futuro. Desde ya, la ciencia compite con la religión por la legitimidad de sus enunciados. Sin embargo, la postmodernidad se distingue por la hegemonía de la ciencia respecto de cualquier forma religiosa interpretativa de la realidad. La diferencia sustancial entre la ciencia y la religión radica en que la ciencia puede probar sus enunciados y la religión propone que los aceptemos sin ofrecer ninguna prueba.


La ciencia se nutre de una concepción filosófica de la vida pragmatista. Para dicha concepción, lo único que reviste el carácter de verdadero es aquello que proporciona resultados comprobables, aquello que no produce resultados es falso. Y como las verdades de fe no pueden ser comprobadas, entonces resultan falsas o al menos innecesarias. El pragmatismo filosófico junto con una ética utilitarista que sostiene que lo verdadero es aquello que sea útil, son los dos brazos de la ciencia.


De manera que lo que se puede comprobar científicamente, lo que produce resultados y lo que es de utilidad son los elementos indiscutibles del nuevo paradigma cientificista y postmoderno.
No obstante lo dicho, es cierto también que cuando hablamos de “La ciencia” lo hacemos en términos de unicidad, es decir, creemos que hay una sola ciencia. Sin embargo, existen distintas concepciones epistemológicas que mantienes posturas irreconciliables entre sí. No es lo mismo el inductivismo que sostiene que es posible confirmar o rechazar una teoría en base al dato empírico, que el convencionalismo de Lakatos que afirma que a la verdad de una teoría se llega por convención entre los científicos y no por prueba empírica. En el primer caso la prueba está dada por la evidencia objetiva; en el segundo, por la aprobación subjetiva entre los científicos. Otras alternativas son el falsacionismo popperiano y los paradigmas de Khun.


Entonces, las consecuencias del espíritu posmoderno alcanzan, como no podía ser de otra manera, a la misma ciencia con su pretendida hegemonía en materia interpretativa. Lo que sucede es que la postmodernidad relativiza toda forma de conocimiento y no ofrece ninguna esperanza en cuanto a verdades últimas y definitivas. Aún las verdades de la ciencia adquieren un carácter probabilístico y pueden ser abandonadas en cualquier momento.


Frente a este marco de cosas, el hombre postmoderno se encuentra en total desesperanza y no tiene mejor opción que vivir intensamente cada día, pues nadie le promete nada o lo que es lo mismo, existen tantas propuestas que cualquiera pareciera ser la correcta. Así, todo aquello que tenga relación con su carnalidad y fomente el vicio va a ser visto como bueno, como liberador. De hecho, los excesos vienen a llenar un vacío espiritual que los sumerge en la desesperación cuando no en la droga y la lujuria.


Todas estas cosas que genera el espíritu postmoderno influyen en nuestras Iglesias decididamente, aunque algunos miren hacia otro lado. Es que no se puede vivir fuera del mundo ni es aconsejable hacerlo. Jesús dijo: “Padre, no te pido que los apartes del mundo, sino del mal” Los monasterios no son para los cristianos; las calles de nuestras ciudades nos esperan para contrarrestar el engaño de este sistema de cosas. El espíritu postmoderno es tan fuerte como lo han sido los diversos paradigmas conceptuales que han asolado este mundo. Sin embargo, siguiendo con firmeza los valores de la Palabra de Dios, tomando toda la armadura de fe, tenemos las herramientas necesarias para vencer y para que otros lleguen al conocimiento de Cristo: Claudio G. Barone