El primer siglo de la
era cristiana, bajo el dominio romano del mundo conocido, tuvo lugar un
acontecimiento que cambiaria el rumbo de la historia: la encarnación del Verbo.
El contexto del siglo I está plagado por especulaciones de diversos prismas. El
judaísmo con sus diversas facciones: fariseos, saduceos, zelotes; las
distintas escuelas filosóficas: estoicismo, epicureísmo, cinismo y
escepticismo, proponían caminos para la obtención de la felicidad. Una
cantidad de propuestas de vida, de modos de pensar, junto con los textos
sagrados del judaísmo, más algunos pseudosagrados, de índole mística, afloraban
y pugnaban por el dominio de las mentes.
En este contexto
social, surgió el enorme ministerio de Cristo. Fue él quien eligió a sus
apóstoles para enviarlos como a ovejas en medio de lobos. Muchos de ellos se
encargaron de narrar los acontecimientos del cual fueron testigos
audiovisuales. Y el apóstol Pablo, a pesar de no pertenecer a los 12, escribió
13 epístolas del Nuevo Testamento. Las cartas paulinas, juaninas y petrinas,
junto con los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, circulaban en toda
Asia Menor en ese primer siglo. Sin embargo, junto con estos textos de marcada
inspiración divina, que eran leídos por la mayoría del heterogéneo e incipiente
movimiento cristiano, aparecieron, al mismo tiempo, evangelios de procedencia heterodoxa
que pretendían tener mayor legitimidad que los apostólicos.
Tanto Juan como Pablo,
se encargaron en sus epístolas de denunciar ciertas doctrinas pseudocristianas,
que crecían como hongos venenosos y, para usar la expresión Ireniana, se
transformaban en cebos tentadores para ser creídos. Sin duda, los diversos “gnosticismos”
incipientes en el primer siglo, pusieron en peligro la sana doctrina, enseñando
que la autognosis era el camino redentor y emancipador del cuerpo que,
en terminología platónico-pitagórico-gnóstica representaba la tumba
o cárcel del espíritu. No obstante, estos grupos se consolidaron como
enormes sistemas filo-religiosos a mediados del siglo II, generando una basta
cantidad de escritos conocidos como evangelios apócrifos (απόκρυφος), es decir, 'ocultos, secretos', que
sólo podían ser leídos, comprendidos por un pequeño grupo de iluminados
o iniciados, y que decían ser de origen alógeno, es decir, de una
naturaleza espiritual distinta y superior. Fueron Ireneo de Lyon, en su (Adversus haereses) y Clemente, entre otros,
los encargados de refutar sus doctrinas.
Sin embargo, los embates conceptuales en contra de los gnosticismos, de
ningún modo acabaron con la formación de nuevas sectas. Hacia finales del siglo
cuarto, San Epifanio menciona una lista de no menos de 60 grupos gnósticos,
entre los cuales podemos nombrar: simonianos, setianos, marcionistas,
valentinianos, adamitas, ofitas. Pero, sin duda, quien motivó el
apresuramiento en la canonización de los libros del Nuevo Testamento, fue el
reconocido Marción, dado su habilidad para obtener la aprobación de muchos
seguidores, y por su deseo de formar una Iglesia con sustento doctrinal
herético, que descartaba y mutilaba gran parte del N.T., y sólo reconocía parte
de la enseñanza del apóstol Pablo como verdadera.
Fue así que en el año 397, en el Concilio de Cartago, Jerónimo
realizó una traducción de la Septuaginta griega al latín,
incorporando en su Vulgata, los libros apócrifos de la Septuaginta, completando
así un número de 73 libros, de los cuales 7 de ellos nunca formaron parte del
texto masorético hebreo, y fueron rechazados por Martín Lutero en 1521
como deuterocanónicos, es decir, buenos para leer, pero no inspirados por Dios.
En el 405, Jerónimo terminó su obra y ésta fue aceptada por la Iglesia como “canon”,
esto es, norma o medida de los libros que deben ser considerados como
expirados, soplados desde adentro hacia afuera por Dios. Los diversos grupos de
cristianos protestantes rechazamos los libros apócrifos de la Septuaginta, del
mismo modo que los judíos, y aceptamos sólo 36 libros del A.T., en vez de 46.
El canon completo está constituido por 66 libros.
Entre los libros apócrifos de tendencia gnóstica, no los llamados
deuterocanónicos que los católicos tiene insertos en su A.T., se encuentran los
evangelios de la natividad o infancia y los evangelios de pasión y resurrección. La
particularidad de los primeros radica en que, de alguna manera, vienen a cubrir
la distancia temporal que separa al Jesús de 12 años, que desea estar en los
negocios de su padre, del Jesús de los 30, que principia su ministerio público.
En los segundos, el énfasis está puesto en una resurrección de tipo pneumática,
es decir, de tipo espiritual solamente. En algunos casos, las expresiones
narrativas son similares a las encontradas en los evangelios canónicos; en
otros, son historias fantasiosas, aunque divertidas. Entre los evangelios
de la infancia, podemos mencionar el “evangelio armenio de la infancia”. Para
concluir, les dejo un relato de este evangelio. Es la historia de dos soldados
que disputaban entre sí, haciendo que el niño Jesús intervenga y converse con
uno de ellos. Cito parte del fragmento, a modo de ejemplo:
“Y,
como después el soldado mirase a su alrededor, vio a Jesús sentado
tranquilamente, y le preguntó: ¿De dónde vienes, niño? ¿Adónde vas? ¿Cuál es tu
nombre? Y Jesús respondió: Si te lo digo, no me comprenderías. El soldado interrogó:
¿Viven tu padre y tu madre? Y Jesús respondió: Mi Padre vive, y es inmortal. El
soldado replicó: ¿Cómo inmortal? Jesús repuso: Es inmortal desde el principio.
Vive, y la muerte no tiene imperio sobre él. El soldado insistió: ¿Quién es el
que vive siempre, y sobre quien la muerte no tiene imperio, puesto que afirmas
que a tu padre le está asegurada la inmortalidad? Dijo Jesús: No podrías
conocerlo, ni aun alcanzar de él la menor idea. Entonces el soldado le
preguntó, diciendo: ¿Quién puede verlo? Y, respondiendo él, dijo: Nadie. E
interrogó el soldado: ¿Dónde está tu padre? Y él contestó: En el cielo, por
encima de tierra. El soldado inquirió: Y tú ¿cómo puedes ir a su lado? Jesús
repuso: Yo he estado siempre con él, y hoy todavía con él estoy. El soldado
indicó, confuso: No comprendo lo que dices. Y Jesús aprobó: Ello es, en efecto,
incomprensible e inexpresable. El soldado añadió: ¿Quién, pues, puede
comprenderlo? Jesús dijo: Si me lo pides, te lo explicaré. Y el soldado
encareció: Te ruego que así lo hagas”.
Claudio Barone
Prof. de Filosofía (UBA)