martes, 5 de marzo de 2013

Los apócrifos y el canon


El primer siglo de la era cristiana, bajo el dominio romano del mundo conocido, tuvo lugar un acontecimiento que cambiaria el rumbo de la historia: la encarnación del Verbo. El contexto del siglo I está plagado por especulaciones de diversos prismas. El judaísmo con sus diversas facciones: fariseos, saduceos, zelotes; las distintas escuelas filosóficas: estoicismo, epicureísmo, cinismo y escepticismo, proponían caminos para la obtención de la felicidad. Una cantidad de propuestas de vida, de modos de pensar, junto con los textos sagrados del judaísmo, más algunos pseudosagrados, de índole mística, afloraban y pugnaban por el dominio de las mentes.

En este contexto social, surgió el enorme ministerio de Cristo. Fue él quien eligió a sus apóstoles para enviarlos como a ovejas en medio de lobos. Muchos de ellos se encargaron de narrar los acontecimientos del cual fueron testigos audiovisuales. Y el apóstol Pablo, a pesar de no pertenecer a los 12, escribió 13 epístolas del Nuevo Testamento. Las cartas paulinas, juaninas y petrinas, junto con los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, circulaban en toda Asia Menor en ese primer siglo. Sin embargo, junto con estos textos de marcada inspiración divina, que eran leídos por la mayoría del heterogéneo e incipiente movimiento cristiano, aparecieron, al mismo tiempo, evangelios de procedencia heterodoxa que pretendían tener mayor legitimidad que los apostólicos.

Tanto Juan como Pablo, se encargaron en sus epístolas de denunciar ciertas doctrinas pseudocristianas, que crecían como hongos venenosos y, para usar la expresión Ireniana, se transformaban en cebos tentadores para ser creídos. Sin duda, los diversos “gnosticismos” incipientes en el primer siglo, pusieron en peligro la sana doctrina, enseñando que la autognosis era el camino redentor y emancipador del cuerpo que, en terminología platónico-pitagórico-gnóstica representaba la tumba o cárcel del espíritu. No obstante, estos grupos se consolidaron como enormes sistemas filo-religiosos a mediados del siglo II, generando una basta cantidad de escritos conocidos como evangelios apócrifos (απόκρυφος), es decir,  'ocultos, secretos', que sólo podían ser leídos, comprendidos por un pequeño grupo de iluminados o iniciados, y que decían ser de origen alógeno, es decir, de una naturaleza espiritual distinta y superior. Fueron Ireneo de Lyon, en su (Adversus haereses) y Clemente, entre otros,  los encargados de refutar sus doctrinas.

Sin embargo, los embates conceptuales en contra de los gnosticismos, de ningún modo acabaron con la formación de nuevas sectas. Hacia finales del siglo cuarto, San Epifanio menciona una lista de no menos de 60 grupos gnósticos, entre los cuales podemos nombrar: simonianos, setianos, marcionistas, valentinianos, adamitas, ofitas. Pero, sin duda, quien motivó el apresuramiento en la canonización de los libros del Nuevo Testamento, fue el reconocido Marción, dado su habilidad para obtener la aprobación de muchos seguidores, y por su deseo de formar una Iglesia con sustento doctrinal herético, que descartaba y mutilaba gran parte del N.T., y sólo reconocía parte de la enseñanza del apóstol Pablo como verdadera.

Fue así que en el año 397, en el Concilio de Cartago, Jerónimo realizó una traducción de la Septuaginta griega al latín, incorporando en su Vulgata, los libros apócrifos de la Septuaginta, completando así un número de 73 libros, de los cuales 7 de ellos nunca formaron parte del texto masorético hebreo, y fueron rechazados por Martín Lutero en 1521 como deuterocanónicos, es decir, buenos para leer, pero no inspirados por Dios. En el 405, Jerónimo terminó su obra y ésta fue aceptada por la Iglesia como “canon”, esto es, norma o medida de los libros que deben ser considerados como expirados, soplados desde adentro hacia afuera por Dios. Los diversos grupos de cristianos protestantes rechazamos los libros apócrifos de la Septuaginta, del mismo modo que los judíos, y aceptamos sólo 36 libros del A.T., en vez de 46. El canon completo está constituido por 66 libros.

Entre los libros apócrifos de tendencia gnóstica, no los llamados deuterocanónicos que los católicos tiene insertos en su A.T., se encuentran los evangelios de la natividad o infancia y los evangelios de pasión y resurrección. La particularidad de los primeros radica en que, de alguna manera, vienen a cubrir la distancia temporal que separa al Jesús de 12 años, que desea estar en los negocios de su padre, del Jesús de los 30, que principia su ministerio público. En los segundos, el énfasis está puesto en una resurrección de tipo pneumática, es decir, de tipo espiritual solamente. En algunos casos, las expresiones narrativas son similares a las encontradas en los evangelios canónicos; en otros, son historias fantasiosas, aunque divertidas. Entre los evangelios de la infancia, podemos mencionar el “evangelio armenio de la infancia”. Para concluir, les dejo un relato de este evangelio. Es la historia de dos soldados que disputaban entre sí, haciendo que el niño Jesús intervenga y converse con uno de ellos. Cito parte del fragmento, a modo de ejemplo:

“Y, como después el soldado mirase a su alrededor, vio a Jesús sentado tranquilamente, y le preguntó: ¿De dónde vienes, niño? ¿Adónde vas? ¿Cuál es tu nombre? Y Jesús respondió: Si te lo digo, no me comprenderías. El soldado interrogó: ¿Viven tu padre y tu madre? Y Jesús respondió: Mi Padre vive, y es inmortal. El soldado replicó: ¿Cómo inmortal? Jesús repuso: Es inmortal desde el principio. Vive, y la muerte no tiene imperio sobre él. El soldado insistió: ¿Quién es el que vive siempre, y sobre quien la muerte no tiene imperio, puesto que afirmas que a tu padre le está asegurada la inmortalidad? Dijo Jesús: No podrías conocerlo, ni aun alcanzar de él la menor idea. Entonces el soldado le preguntó, diciendo: ¿Quién puede verlo? Y, respondiendo él, dijo: Nadie. E interrogó el soldado: ¿Dónde está tu padre? Y él contestó: En el cielo, por encima de tierra. El soldado inquirió: Y tú ¿cómo puedes ir a su lado? Jesús repuso: Yo he estado siempre con él, y hoy todavía con él estoy. El soldado indicó, confuso: No comprendo lo que dices. Y Jesús aprobó: Ello es, en efecto, incomprensible e inexpresable. El soldado añadió: ¿Quién, pues, puede comprenderlo? Jesús dijo: Si me lo pides, te lo explicaré. Y el soldado encareció: Te ruego que así lo hagas”.

Claudio Barone
Prof. de Filosofía (UBA)