miércoles, 13 de febrero de 2013

El hombre ha perdido el rumbo


El hombre ha perdido el rumbo. Habla de valores y vive contra ellos. Habla de humanidad y vive en el absoluto egoísmo. Habla de honestidad y se consume en ver cómo pisotear a los demás. Habla de educación y se atornilla a la crítica incesante de aquel que se muestra y piensa distinto. Se jacta de poder prescindir de Dios, sin pensar por un momento, que Dios puede prescindir de él en cuestión de segundos. Algunos viven como si fueran eternos. Creen que todo el mal que causan se va a perpetrar indefinidamente; sin embargo, su propio mal los termina acorralando. Se ríen de los derechos naturales y humanos, y viven en la triste fantasía de creerse super-hombres como el lunático Nietzsche. En vez de mirar al cielo y deslumbrarse por la maravillosa obra de Dios, se miran a sí mismos como si fueran dioses. Se creen sus propios delirios megalómicos y actúan en consecuencia. Lo triste es que su extensión y reinado como dioses no dura más que 70 o 80 años, si es que el Dios a quien desconocen y de quien se burlan les permite llegar a esos años. La mentira reinante de que el hombre es artífice de su destino, de que la salvación está en sí mismo, de que no necesita de Dios, lo condena al ostracismo más degradante. La mentira de que el éxito es la cumbre gloriosa de la felicidad condena a los hombres a una búsqueda desesperada por valores efímeros como la fama, el dinero, entre tantas cosas, por las que luchan en sus pasajeras vidas. Y los que luchan por estas cosas, cuando las obtienen, terminan en el más oscuro hastío Schopenhaueriano. Ya se les acabó el sentido de la vida, no saben cómo seguir, se quedan sin dirección y caen el la más aguda agonía existencial. Todos sus esfuerzos lo pusieron en la búsqueda del éxito, entendido como la posesión de bienes materiales y graciosas adulaciones de otros hombres menos exitosos. Ninguno piensa en el éxito como la capacidad de amar al prójimo, de servir al débil, de cumplir con los mandatos que Dios ha establecido para la vida humana. Todos hablan de éxito, de las claves del éxito; sin embargo, si hubo alguna vez alguien verdaderamente exitoso, no tenía dónde recostar su cabeza, no vestía ropas elegantes ni tenía colgado ningún título doctoral. Hablo de Cristo, ¿de quién otro? El éxito de Cristo resultó en su propia vida, en su ejemplaridad, en su coherencia, en su sacrificio. Un éxito tal, que llevó a que sus palabras hayan sido traducidas a cientos de idiomas, en cientos de culturas. ¿Cuánto pueden durar los éxitos humanos? ¿Quién se va a acordar de nosotros la generación siguiente a nuestra muerte? De Cristo se acuerdan todos, incluso quienes se burlan desde la ignorancia. Busquemos el verdadero éxito, aquel que genera frutos eternos.

Claudio Barone

Prof. de Filosofía

 

La racionalidad de Dios


Los divinizadores de la Razón, como Voltaire, Sartre, entre otros, nos han dejado un mundo en donde la indiferencia, el alejamiento, la hostilidad y burla ante Dios, son las muestras más opacas de la miserabilidad moral del hombre. Que la Razón ha fracasado en generar condiciones materiales de existencia dignas para todos, (algo que Marx expone magistralmente en su Manifiesto); en su intento denodado por terminar con la religión (viejo sueño comteano); al insistir en que la madurez de la humanidad posibilitaría que la Biblia pase a ser sólo historia (profundo sentimiento volteriano), lo demuestran Lyotard, Habermas, Cioran (filósofos postmodernos) por nombrar algunos.

Pero, ¿cuál es el legado que los dueños de la Razón han producido? Basta con levantar la mirada para darnos cuenta de que el mundo en que vivimos es un caos, que los valores que se proclaman como auténticos, son sólo deformes caricaturas de un hombre en decadencia. El hombre postmoderno se preocupa por la ecología, por el cuidado de la casa de todos, pero ignora, naturaliza y permite que miles de seres humanos se mueran de hambre cada 20 segundos. Se preocupa por el cuidado de los animales (buena tarea), pero es cómplice de los miles de abortos clandestinos y/o legales que se realizan día a día en todo el mundo. Insiste en que el cuidado de la salud es fundamental, pero abroga por legalizar las drogas para consumo personal.

En un mundo que vive en la contradicción de todos sus enunciados, cubierto por la apariencia del progreso tecnológico, sólo basta demostrar que el índice de problemas comunicacionales, ya sea a nivel familiar, como interpersonal se ha multiplicado considerablemente. La virtualidad en las relaciones interhumanas se ha naturalizado como verdaderos gestos de humanidad. El mensajito, el chat, entre otros, han ocupado el lugar de la visita personal y el abrazo. Las distancias se han acortado, tanto como las relaciones genuinas de comunicación verbal y afectuosa.

Por otro lado, las enfermedades psicosomáticas, el estrés, el ataque de pánico, la anorexia, así como los accidentes cerebrovasculares están a la vanguardia; son epidemias difíciles de combatir, puesto que son sistemáticas a un mundo que vive más rápido de lo que piensa, como si lo único que existiese fuese el eterno presente. Para todo se corre, como si la muerte nos persiguiera desde atrás. La pausa para la contemplación cognoscitiva está devaluada, puesto que, para algunos, no es rentable. Todo se piensa en términos de números, fogueando el famoso “vales por lo que tienes”, mientras se cabalga en el consumismo ilimitado y las leyes dominantes del mercado económico.

Se ha perdido el centro identitario que nuclea al hombre con Dios. Y como todo está permitido, puesto que Dios no existe, al decir de Nietzsche, Sartre, lo absoluto se torna relativo, lo trascendente se convierte en inmanente, la única verdad, en múltiples y contradictorias verdades, la realidad en perspectivas. Sin embargo, aquello mismo que el hombre desestima (la Soberanía de Dios) es la única alternativa para que pueda recoger cada uno de los pedacitos de un mundo fragmentado en infinitas desilusiones.

No hay tiempo para seguir divinizando la Razón y despreciar al Creador de todas las cosas. Necesitamos asirnos de Dios por medio de Jesucristo, para encauzar nuestra vida en el rumbo adecuado. No hay muchas direcciones correctas, puesto que Cristo es el único camino. Él ha establecido para el hombre los principios verdaderos que nos llevan a una vida de propósito, a un destino cierto y a la gloria eterna.

Busquemos a Dios y vivamos bajo su racionalidad, que no postula logros inexistentes, que no vaticina cambios radicales en la existencia material exterior, sino verdaderos cambios en la interioridad, que se profundizan día a día cuanto más nos acercamos a Él. Porque de lo que se trata, no es de ser más rico o más reconocido (ya Aristóteles mencionaba en su ética a Nicómaco, lo efímero que son estas cosas), sino de ser más sabios y más santos. Lo importante consiste en reflejar los valores del reino desde la misma práctica, no sólo enunciarlos simplemente.

Para una vida gloriosa, necesitamos una entrega incondicional a Dios, quien puede recogernos en sus brazos, marcar nuestro camino con su racionalidad, y dirigir providencialmente nuestra vida de acuerdo a sus eternos propósitos. Mientras que el hombre se cree el Señor de la historia, y ha producido este deplorable mundo, Dios, el verdadero amo y Señor, (quien no juega a los dados con los hombres, como dijo Einstein), y tiene el absoluto dominio sobre todas las cosas, nos espera para abrazarnos. ¿Desatenderemos su invitación?

                                                                                              Claudio G. Barone

                                                                                               Prof. de Filosofía (UBA)