viernes, 12 de febrero de 2010

El amor por deber y la práctica del amor


¿Qué es esto de amar por deber, cómo deber? ¿Acaso obligar a amar no contradice el espíritu de libertad con el que Dios se supone dotó a cada ser humano? El amor al prójimo entendido como un imperativo de la voluntad divina, choca decididamente contra la torre indestructible de otro imperativo: la voluntad humana. Y desde el principio, el mismo Dios que le impone al hombre la obligatoriedad de amar, al mismo tiempo le dio la posibilidad de la libertad, es decir, lo expuso ante una eventual contradicción: que el hombre deba amar siempre, pero que al mismo tiempo, como si fueran dos momentos de un mismo proceso, pueda elegir libremente no hacerlo. De esta manera, una elección que está subordinada a una obligación no es una verdadera elección, es una contradicción de principio que no puede llevar a otra cosa que a una contradicción en la práctica. Sumada a esta contradicción prístina, la medio libre elección del hombre desató el oscuro manto del pecado original que produjo el estado actual del hombre.

De modo que desde la perspectiva de la condición actual del hombre, el amor por deber presenta dos complicaciones metafísicas fundamentales: la naturaleza humana y la voluntad humana. ¿Cómo una naturaleza que está corrompida por el pecado, puede voluntaria y naturalmente amar al prójimo? ¿No es el pecado original la primera traba metafísica para poder desarrollar una elección libre?¿Cómo se le puede pedir a alguien que está incapacitado para hacer lo bueno, que haga lo bueno?, ¿no es un contrasentido, un error lógico? Esta incapacidad para hacer lo bueno el apóstol Pablo la señaló de manera brillante en su Epístola a los Romanos: “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”.[1][1]

Se argüirá justamente que es por eso que fue dado el mandamiento, para poder ir en contra de esta naturaleza propensa a ser lo malo, para derrocar una voluntad fuertemente conformista consigo misma, con la satisfacción en sí misma y con ninguna otra finalidad que no sea acrecentar sus intereses en contra de los intereses ajenos. Es decir, el mandamiento es dado para que los hombres tomen conciencia de su ineptitud para vivir abandonados a su propia naturaleza, que está en marcada oposición con la naturaleza divina. La obligación de amar al prójimo se presenta como una cura contra el egoísmo y la apatía.

El amor por deber pone al descubierto una incapacidad metafísica: que naturalmente, por iniciativa propia y sin egoísmos mezquinos y competencias egológicas, el hombre pueda amar a otros hombres como él, con los mismos sueños, los mismos deseos de ser felices. Muestra la vaciedad y alejamiento de las prácticas con relación a los principios. Al hombre se lo interpela a amar desde el mandamiento, porque el pecado obstaculizó su iniciativa de querer amar a los demás desde su voluntad, que no sería otra cosa que amar a los demás a pesar de ser distintos y porque son distintos.

Aunque aceptemos que el mandamiento de amar al prójimo pone al descubierto la incapacidad del ser humano para ejecutarlo voluntariamente, dicho mandamiento perfora la voluntad individual, anula la iniciativa de poder no amar a los demás; es decir, se es verdaderamente libre en la medida que se puede elegir amar al prójimo como no amarlo, cuando una obligación se interpone decididamente sobre una de las dos posibilidades no se es verdaderamente libre, sólo parcialmente, lo que es lo mismo que afirmar que sólo se es libre en virtud del cumplimiento del mandamiento. Pero…¿es posible cumplir con el mandamiento? Volveremos.

Sin embargo, esta posibilidad de poder elegir amar o no amar se desprende de un concepto erróneo de libertad, dado que si la existencia de Dios está fuera de discusión, puesto que se parte desde allí para analizar la problemática de la obligatoriedad de amar por mandato divino, entonces no tendría sentido recusar a Dios por tal mandamiento; es decir, si Dios abarca la plenitud de todas las perfecciones y es aquel que ha creado a toda criatura, entonces es lógico y dable esperar que nuestra libertad esté acotada por la libertad de Dios y que debamos obedecer. No podemos imputar a Dios de la restricción de nuestra libertad.

En otras palabras, que la libertad del creador sea de un grado distinto y superior que la libertad de sus criaturas, que la libertad de aquel que es causa de su causa sea muy superior a la libertad del hombre, que es una libertad relativa a un ser que es efecto de una causa, es algo lógicamente comprensible y aceptable que se desprende de la existencia misma de Dios. No hay posibilidad para que el hombre sea absolutamente libre si se acepta que es efecto de una causa, que la causa de su existencia está fuera de sí mismo. Y si el hombre no es completamente libre en relación a sí mismo, puesto que, aunque de hecho, pueda hacer lo que quiera, por derecho no puede hacer lo que quiere, debe hacer la voluntad de su creador. Es justamente haciendo la voluntad de su creador cuando encuentra su verdadera identidad y libertad; por eso Cristo dijo: “Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.[2][2]

De manera que el hecho mismo de no poder tener una absoluta libertad, de no ser Dios, prueba la necesariedad del mandamiento y de ser guiados por los caminos del deber, en contra de nuestra voluntad que recorre incorregiblemente los caminos del no querer elegir el deber de amar. Si tuviéramos una voluntad santa, perfecta y absolutamente libre, no tendría sentido el mandamiento y el amor fluiría como algo esencialmente natural no impuesto. Pero como tal voluntad no existe ni puede existir, es necesario que Dios nos imponga, aunque la palabra imponer suene dura, el amor como un deber impostergable de practicar entre los hombres.

Dios nos impone el deber de amar porque nuestra libertad está vendida al pecado, está corrompida desde su inicio, está salpicada por la desobediencia y el desamor. Tal imposición destruye toda pretensión de libertad basada en el desamor, puesto que el desamor denota la falta de genuina libertad; es decir, elegir por la alternativa de no amar es no ser verdaderamente libre, es estar atado al yugo del pecado que trastorna el comportamiento verdaderamente cristiano, deseado por Dios desde el principio. Decidir libremente no amar, no es una decisión verdaderamente libre; es la decisión de una naturaleza trastornada por el pecado, que pretende ser libre, aunque no lo sea. Entonces, ¿no existe la posibilidad de no amar? Sí y no, aunque pareciera anti-intuitivo e ilógico. Se puede elegir no amar, pero sólo desde la perspectiva del pecado; desde la perspectiva del amor de Dios que impregna el cristianismo es imposible, dado que no amar es igual a no ser cristiano.

Elegir no amar desde la perspectiva del amor que Dios exige de los cristianos es imposible, esto es, desde el punto de vista del deber ser, de la obligatoriedad impuesta por el dogma; sin embargo, desde el punto de vista del ser o de la posibilidad, es totalmente posible y, de hecho, se da en muchos cristianos que no practican el amor por los demás. Y decir que quienes no practican el amor por los demás no son verdaderos cristianos, no sólo es un pensamiento kierkegaardiano y bíblico, sino que además, pone al descubierto a muchos cristianos que viven en la cristiandad y no han alcanzado el verdadero cristianismo, caracterizado por el renunciamiento, el sacrificio, el riesgo y la entrega incondicional y desmedida.

De este modo, sería totalmente injusto sacar a Kierkegaard de su marco conceptual cristiano e imputarle que pretende imponernos una práctica ética que choca contra su propia imposibilidad, cuando él pensaba que no sólo era posible, sino esperable y deseable, ¿pero es imposible amar al prójimo? Si nos atenemos al mandamiento pareciera ser que no. Pues Dios no instituiría nada que sea impracticable. De lo contrario, tendríamos que chocar con la omnisciencia de Dios. Pero si no es imposible, ¿desde qué condiciones es posible amarlo? ¿Es posible amar a todos?

Ahora bien, tener sólo la alternativa de amar al prójimo, aunque choque con la imposibilidad de poder amarlo real y verdaderamente, por la actual condición de una naturaleza contaminada por el pecado, y porque el amar idealmente nunca fue practicado, pareciera que es la mejor alternativa. Ahora, ¿qué es amar verdaderamente? ¿Es posible amar despojado de intereses particulares, o la carga del pecado nos limita a amar lo que más nos conviene conforme a nosotros mismos?

Según Kierkegaard, que debemos amar al prójimo, está muy claro desde un polo ideal que, si se quiere, pareciera no tener fisuras, pues representa el mundo del deber ser, de lo perfecto, de lo mandado por Dios. Ahora, ¿es posible que lo imperfecto pueda acceder a lo perfecto? Se argüirá que sólo imperfectamente el hombre puede amar a otro hombre, que lo mandado perfectamente choca inevitablemente con su objeto de aplicación, como no podría ser de otra manera, puesto que el hombre es hechura y no hacedor. Sin embargo, esta imposibilidad de amar verdaderamente ya está supuesta y es disparadora del mandamiento, es decir, si no existiera tal imposibilidad no hubiese sido dado el mandamiento. En otras palabras, debemos amarnos porque el pecado lo arruinó todo, porque el pecado es egoísmo, y donde hay egoísmo está la imposibilidad de amar.

Que pasaría si el mandamiento cubriera la alternativa opuesta: “tú no debe amar” Todos nos sorprenderíamos por semejante afirmación. ¿Cómo Dios nos va a pedir que no nos amemos? Sin embargo, nos pide que nos amemos y también nos sorprendemos ¿Y por qué nos sorprendemos? Porque aunque, si se quiere, todos los seres humanos aceptemos la validez universal del mandamiento, no todos estaríamos dispuestos a ponerlo en práctica, dada la influencia poderosísima del aguijón del pecado. Existe una marcada diferencia entre el tú debes de la aceptación desde el plano deontológico, y la práctica positiva del amor en acciones cotidianas concretas.

Claro que alguien podría sostener que amar al prójimo no es algo que pueda sostenerse desde el punto de vista de su validez universal, y que sólo podría sostenerse desde lo individual, esto es, sólo sería viable la posibilidad de amar a algunas personas y no a todas. Sin embargo, tal alternativa choca decididamente con la noción kierkegaardiana de prójimo, puesto que el prójimo es cada uno de todos los hombres y no solamente algunos hombres en particular, de manera que el amor que exige el tú debes de Dios y que está inserto en la noción de prójimo es mucho más amplio y exigente que el amor por predilección, el amor al amigo y al amado, que sólo ama lo que le conviene, cómo le conviene y cuándo le conviene, y que además es temporal, transitorio. En cambio, el amor por deber que involucra a la totalidad del género humano nace del mismo corazón de Dios, tiene su origen en la eternidad y, por tanto, es divino, eterno e inmutable. Así lo describe Kierkegaard: “El amor auténtico, el amor que convirtiéndose en deber se sometió al cambio de la eternidad, no se transmuta jamás, es sencillo, y ama- nunca odia, nunca odia-al amado”[3][3]

Contrariamente a lo que pueda ser pensado, la ausencia de la práctica del amor no hace inválido el mandamiento de amar al prójimo o lo que es lo mismo, a todos y cada uno de los hombres, pero revela los límites que la naturaleza humana corrompida por el pecado tiene. En otras palabras, aunque se sostenga teórica e idealmente que el que ama al prójimo es porque ha comprendido el mensaje cristiano, esto no significa que la práctica del amor se algo que fluya con naturalidad en cada uno de los cristianos que así lo creen, y mucho menos por aquellos que ni siquiera aceptan idealmente el tú debes de Dios.

En todos los casos, es difícil de practicar tanto para los cristianos convencidos de que se debe amar, como para aquellos que no tienen tal convicción. De allí que la expresión kierkegaardiana: el auténtico amor no se transmuta jamás, es sencillo y nunca odia, sólo puede ser aceptada idealmente, como aquello que debiera pasar pero, de ningún modo, puede ser aceptada desde el punto de vista descriptivo, esto es, como aquello que se puede contemplar en la práctica de las relaciones interhumanas.

Pero si el mandamiento de amar sólo puede ser aceptado idealmente pero, de alguna manera resulta impracticable, al menos en todos los casos, dado que nadie de hecho puede amar a todos, ¿qué sentido tiene haber sido impuesto por Dios? Bueno, baste decir que, si bien no es idealmente practicado, puede ser practicado en muchos casos con total libertad y en forma incondicional.

Es dable pensar también, que en la historia hay sobrados ejemplos de cristianos que sostenían el tú debes idealmente con una mano y con la otra torturaban y mataban a quienes no pensaban como ellos. El tú debes como presupuesto teórico debe estar acompañado por una firme vocación de encontrar en una necesidad la posibilidad para enfrentarla desde las acciones concretas, inmediatas, y ciegamente racionales, puesto que no hay mucho tiempo para pensar cuando el hambre de un niño, el sufrimiento de una viuda, la desocupación de un trabajador lo requieren. Un tú debes que se cimienta en lo teórico, abstracto y pasivo, no es el tú debes de Dios.

Es que el mandamiento apunta a movilizar todo nuestro ser en pro de beneficiar al necesitado, no sólo con palabras, sino principalmente con hechos. Ahora bien: ¿por qué debemos amar?, ¿qué es amar?, ¿cómo debemos amar?, ¿cuál es el objeto de nuestro amor?, ¿a quiénes debemos amar?, ¿cuánto tiempo debemos amar?¿todos podemos amar? Estas son algunas de las cuestiones que debemos desarrollar en este trabajo.

En cuanto al por qué debemos amar sólo bastaría con afirmar que Dios es amor [4][4]como razón suficiente. Que el Dios que nos impone el deber de amar con todas las dificultades que esto acarrea para la libertad individual, se impone a sí mismo el deber de amarnos con amor eterno, con verdadero y sublime amor. De modo que Dios nos pide que hagamos lo que él hace, lo que él es, lo que quiere que nosotros seamos. Dios es el manantial de amor que fluye permanentemente. Así lo expresa Kierkegaard en su oración: “¿Cómo podría hablarse rectamente del amor si quedases olvidado Tú, oh Dios del amor, de quien procede todo amor en el cielo y en la tierra?[5][5] Parafraseando a San Agustín: Dios es la recta medida del amor, que es el amor sin medida.

Dios es el por qué del amor, el pleno cumplimiento de su propia esencialidad. El por qué debemos amar lo responde el mismo corazón de Dios y los cristianos no tienen ninguna objeción al respecto. Todos están de acuerdo en que el amar al prójimo es la base del amor a Dios, dado que, como dice el apóstol Juan: “Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?[6][6]El amor a Dios no es un concepto puramente racional, requiere de un compromiso activo con relación a la realidad social.

Si debemos amar porque Dios es amor, debemos amar imitando el amor de Dios, aunque sea desfiguradamente, para saber justamente qué es amar. Amar es entregar lo más querido en favor de los demás, es negarse a sí mismo y renunciar a todo egoísmo. Es tomar la cruz como modelo de sacrificio vicario y expiatorio. Es ponerse en el lugar de los demás soportando muchas veces el desprecio injustificado. El verdadero amor cristiano, el que se nutre de la eternidad y se funda en ella, no consiste en charlatanería barata ni en largas y repetidas oraciones desde el cómodo lugar de la oficina pastoral o del convento; tampoco en largas peregrinaciones a lugares inalcanzables, ni de sermones elegantes homiléticamente construidos ni de flagelaciones corporales innecesarias; el verdadero amor consiste en sacrificio que mueve a la praxis, que desparaliza, que persigue la meta de la satisfacción de la necesidad ajena que no puede ni debe esperar, que es impaciente y que debe serlo.

Respecto de qué es el verdadero amor, Kierkegaard lo expresa brillantemente de esta manera: “Así que se equivoca el hombre que llama amor a lo que no es más que egoísmo, asegurando con las palabras más solemnes que no puede vivir sin la persona amada, mientras que no quiere oír que la tarea y la exigencia del amor consisten en negarse a sí mismo y renunciar a todo egoísmo enamorado. Y así se equivoca el hombre que da el nombre del amor a lo que no es más que débil abandono, o depravada blandenguería, o dañosa asociación, o profanadora intimidad, o relaciones egoístas, o sobornos lisonjeros, o fenómenos del momento, o lazo de la temporalidad”[7][7]

El verdadero amor se expresa a través de los frutos, por medio de lo que produce y no por el deseo de producir, ni por la aspiración ni el conocimiento teórico de que se debe producir. La vida secreta del amor que habita en lo oculto de la interioridad del corazón humano, debe manifestarse en público por medio de la calidad de sus frutos, de la auténtica y genuina transformación de vida que está dispuesta, si es necesario, a dar su vida por los demás.

La calidad de los frutos revela la calidad de creyente, porque no puede un árbol bueno producir malos frutos ni un árbol malo producir buenos frutos. Y los buenos frutos se reconocen por una vida transparente y que es consecuente consigo misma, con una vida en que se ha reconciliado el decir y el hacer, en la que amar no es tanto un deber mandado, sino una necesidad querida y consentida. De manera que es una necesidad para el amor manifestarse por medio de los frutos; sin tal necesidad, no hay verdadero amor y tal árbol merece ser maldecida como una higuera infructífera.[8][8]

Si no hay frutos del amor, sólo existen las hojas de las palabras huecas y descomprometidas. Como dice El apóstol Juan: “Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad”[9][9]El amor cristiano debe ser más que algo asentido, algo fuertemente vivido y practicado. Debe ser auténtico y maduro, porque… “el amor inmaduro y engañoso se conoce en que su único fruto son las palabras y las expresiones locuaces”[10][10]

De manera que amar es jugársela entera como se la jugó Jesucristo en Getsemaní, es cambiar el deseo de mi voluntad en pos de abrazar una causa que inspire suplir todo tipo de necesidades humanas y cotidianas. El por qué y el qué es amar está coimplicado en la misma persona de Dios y ejemplificado magistralmente en el despojo de sí mismo, de su gloria en la encarnación.

¿Cómo debemos amar? Con todo nuestro corazón, con todo nuestro cuerpo, con toda nuestra inteligencia; en definitiva, con toda nuestra existencia, buscando ser, al menos, una sombra activa de lo que fue la cruz de Cristo. Debemos amar con la firme convicción desinteresada que no hay mayor certeza en el mundo que sea superior al entregar la vida, si es necesario, por los demás.

Debemos amar en forma incondicional, sin esperar recompensas terrenas ni limosnas pasajeras, puesto que el tesoro del cristiano está en los cielos y no en la tierra. Amar de esa manera nos libera de egoísmos mezquinos y adulaciones ensoberbecedoras, nos asemeja a Dios aunque sea muy mínimamente, nos otorga verdadera independencia. Así lo expresa Kierkegaard: “…este “tú debes” libera al amor en feliz independencia. Tal amor no nace y muere conforme a la ley de la eternidad, es decir, no muere nunca; tal amor no depende de esto o de aquello, solamente depende de lo único que libera, por tanto, es eternamente independiente”[11][11]

El cómo debemos amar debe estar impulsado por el tú debes y por el yo quiero elegir ese debe como si yo lo hubiese mandado para mí mismo. Debo amar el tú debes como un imperativo que nace de mi propia voluntad, que se me impone desde lo querido y elegido por mí y no como la carga impuesta externa de una voluntad divina. Sólo eligiendo por convicción el tú debes se puede amar verdaderamente. El debe de la prescripción debe ser transformado en un debe de la elección; sólo así el tú debes no tendrá el sabor agrio de lo meramente prohibitivo, sino el dulce aroma de lo gratamente elegido.

En cuanto a cuál es el objeto de nuestro amor está claro que son todos y cada uno de los hombres que viven en este mundo. Y cuando digo todos están incluidos aún aquellos que son nuestros enemigos, aquellas personas que no nos quieren por los más diversos motivos. Porque “quien de verdad ama al prójimo, ama también en consecuencia a su enemigo. Esta diferencia: “amigo o enemigo”, es una discriminación en el objeto del amor, pero el amor al prójimo contiene de seguro un objeto indiscriminado. El prójimo es la completamente incognoscible distinción entre hombre y hombre, o la eterna igualdad de los hombres delante de Dios”[12][12]

De manera que el verdadero amor no distingue amigos de enemigos, sino que los agrupa a todos bajo el manto del deber de amarlos. Es un amor según el Espíritu y no según las inclinaciones, un amor de abnegación indiscriminado, que no ama al que lo ama, sino a todos los hombres. “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis?”[13][13]

En términos kierkegaardianos, amar a los que te aman es el amor por predilección y no es otra cosa que una forma de amor propio, una duplicación del yo. Amar sólo al amigo y al amado es como amarse así mismo. El yo del amor propio se fusiona con el yo de la predilección y de esta manera se duplica el egoísmo del amor propio, que no es más que la divinización de uno mismo, que es idolatría. El amor que se cimienta en la eternidad, el amor movido por el tú debes, es un amor que ignora todo tipo de predilección, va más allá de ésta, y se sacrifica abnegadamente por la totalidad de los hombres, obturando las diferencias con las palmas del corazón.

Sin embargo, esto de amar a todos, incluso a los enemigos, que es idealmente aceptado, resulta bastante impracticable en la realidad. Nuevamente el tú debes nos somete ante el desafío de tener que amar a quienes no nos aman, y esto verdaderamente requiere de un compromiso y del pago de un precio que no muchos cristianos están dispuestos a pagar. ¿Cómo voy a amar a quienes desean mi muerte, a quienes me odian descaradamente y sin motivo? Este es el desafío y el precio que implica llevar la cruz de Cristo todos los días. Amar a los enemigos es amar al prójimo y desduplicar el amor propio que supone amar al amigo y al amado.

De manera que el objeto del amor cristiano son todos los hombres sin excepción, aún aquellos que atentan contra nuestra vida. Si bien esto parece, y de hecho es bastante impracticable, salvo para aquellos que han alcanzado una madurez espiritual superlativa, no por ello se torna insignificante el mandamiento. Por el contrario, la impracticabilidad del mandamiento nos conduce a pensar satisfactoriamente de Dios que es puro amor.

Sin embargo, si pensamos que el mandamiento puede ser practicado desde el libre ejercicio de la voluntad y no por mandato divino, no tendría mucho sentido dicho mandato, es decir, si los hombres por sí mismos desearan amar a sus enemigos y amarse, entonces el mandamiento no sería más que un acto inconsecuente de Dios, lo cual resulta insostenible de quien es tres veces perfecto.

Por otra parte, parece bastante obvio con sólo contemplar la realidad de las relaciones humanas que, como decía San Agustín, el amor no es amado, nadie ama amar al prójimo, tanto es así que sólo basta con abrir los ojos y contemplar la realidad circundante. Lo que se ven permanentemente son los actos de violencia y discriminación, las acciones y pensamientos ensoberbecidos y las relaciones concupiscentes están a la orden del día como si fuesen naturalmente ideales.

Si amar al prójimo es una tarea difícil, mucho más difícil se torna amarlo en forma permanente, esto es, en todo momento y a pesar de todas las circunstancias. ¿Es posible conservar en el tiempo la práctica del amor? ¿Es verdadero amor aquel que se sustenta de hechos esporádicos y aislados? ¿Es posible amar al prójimo en un momento y dejarlo de amar en otro?

El amor por deber requiere que el amor sea practicado siempre, en todo momento y sin ningún tipo de condicionamientos; sin embargo, esto es una empresa tan difícil que se necesitaría de un Cristo para poder llevarla a cabo. Sólo teniendo una naturaleza divina se puede amar de esta manera. Sin embargo, el mandato fue dado a quienes no tienen una naturaleza divina, a quienes son sólo la sombra de aquel que lo mandó.

Y aunque aceptemos que el amor puede ser practicado de una manera divalente, es decir, en todo momento, no podemos dejar de advertir que sólo con la ayuda de Dios podemos amar de esta manera, sólo si Dios mueve nuestra voluntad para hacer el bien. Como dice el Apóstol Pablo, porque Dios produce en nosotros el querer como el hacer por su buena voluntad.

Ahora bien: si todos nuestros actos buenos y nuestros deseos de amar son producidos, son impulsados por Dios, quien produce el querer como el hacer en nosotros, entonces, ¿dónde queda la libertad individual? En ningún lado. Si lo bueno que hacemos lo hacemos porque Dios no mueve a hacerlo, entonces se justifica que Dios nos imponga el mandato de amar, dado que es él quien no ayudará a ponerlo en práctica, pero no tiene ningún sentido hablar de libertad humana. Y si no tiene sentido hablar de libertad humana, entonces se comprende mejor la obligatoriedad del mandamiento, es decir, como es Dios quien nos ayuda a cumplir con el mandamiento, éste puede ser practicado y realizado; de otra manera, resulta incierto que los hombres libremente decidan practicarlo, al menos en forma divalente o permanente. La incertidumbre de dicha práctica de manera espontánea está hartamente demostrada; basta con abrir un poco los ojos y mirar hacia alrededor.

Lo curioso es que Dios les pide a los hombres que se amen unos a otros y espera que esto suceda de manera permanente, es decir, no puede haber ninguna laguna, ningún dejo de indiferencia ante el prójimo, ninguna conducta descuidada. Y esto verdaderamente es imposible de practicar, salvo en aquellos casos en los que la luz de Dios ilumina nuestro espíritu y nos mueve y conmueve a hacerlo.

A esta altura pareciera que todo gesto de amor de unos hacia otros es el resultado de la intervención directa de Dios sobre la voluntad humana, que no puede el ser humano amar en forma independiente de dicho impulso divino, que no puede amar en forma natural, no impelida por el mandato, que todo acto caritativo es nacido en el corazón de Dios y traducido a los corazones humanos por iniciativa divina. Si esto así, la idea de libertad, de amor por elección se diluye hasta perderse completamente.

Ahora bien: ¿podría este impulso divino en los corazones humanos que los lleva a amar a los demás ser desoído por los hombres? Si tal impulso pudiera ser desoído, entonces existe una instancia en donde el hombre recupera parte de su libertad, en donde el hombre puede optar desoír el mandato interior generado por Dios. Sin embargo, si tal cosa pudiera ser posible, entonces el impulso divino no sería tan fuerte y volveríamos a caer en el problema que nos sumerge en la problemática de la libertad individual. Si el impulso de Dios no nos moviera a actuar a favor de los demás y los seres humanos tendríamos que optar libremente por cumplir con el mandato divino, es probable que la práctica del amor se estancara, que fuera irrealizable, abandonada, no querida.

En definitiva, amar a los demás es lo más importante que el hombre debe hacer. Sin embargo, esto que es lo más importante resulta de difícil realización y requiere de un grado de compromiso espiritual que muy pocas personas poseen. Claudio G. Barone

[1][1] Romanos, Cap15, 18-19.
[2][2] Juan, Cáp. 8, versículo 32.
[3][3] Kierkegaard, Las Obras del amor, LI, Pág. 89.
[4][4] 1 Juan, Cáp. 4, versículo 8
[5][5] Kierkegaard, Las Obras del amor, Tomo I, oración.
[6][6] 1Juan, Cáp. 4, versículo 20b
[7][7] Kierkegaard, Las Obras del amor, Tomo I, Pág., 49.
[8][8] Evangelio de Mateo, Cáp. 21, versículo 18-22.
[9][9] 1 Juan, Cáp. 3, vers 18.
[10][10] Kierkegaard, Las Obras del amor, Tomo I, Pág. 56.
[11][11] Kierkegaard, Las Obras del amor, Tomo I, Pág. 96.
[12][12] Kierkegaard, Las Obras del amor, Libro I, Pág. 139.
[13][13] Mateo Cáp. 5, vers 43-44 y 46.

jueves, 11 de febrero de 2010

La ejemplaridad de la vida cristiana: Una mirada anti-idealista


Sin duda, el tema de la ejemplaridad de la vida cristiana reviste innumerables perfiles para ser abordado. A mí me interesa trabajarlo desde un punto de vista realista y no idealista. Denomino realismo filo-antropológico a aquel que sostiene que la vida humana debe ser entendida tal como se presenta, con sus grandezas y miserias, sus aciertos y contradicciones, su estado de ánimo ambivalente y sus emociones y pasiones prestas a manifestarse en cada uno de los pensamientos y acciones humanas.

No me interesa un idealismo filo-antropológico del tema porque esconde una parte del ser humano y resalta todo aquello que debe ser pero que, de hecho, no es ni puede llegar a ser dentro de los parámetros ontológicos de su propia naturaleza. La concepción idealista no describe los hechos tal como se presentan, sino como se deberían presentar; no presenta al ser humano total, sino parcial; no considera los límites de la naturaleza humana, sino que ilusoriamente los trasgrede; no estructura su pensamiento en términos de este mundo, sino pensando desde un mundo que todavía no es, pero como si fuera.

El idealismo filo-antropológico se nutre de las promesas venideras, pero los sujetos de la acción humana viven en el presente cautivados por una naturaleza de pecado que los sumerge en la desesperación y angustia. Este idealismo tiende a destacar lo más ejemplar de las vidas y a esconder lo más miserable y oprobioso, por eso unifica hipócritamente al ser humano en una sola posibilidad: lo que no es se esconde vilmente en lo que debe ser y lo que debe ser se pone al descubierto sólo en algunos gestos ocasionales que luego son resaltados como ejemplares y a sus agentes como ejemplos.

De manera que los ejemplos de la vida cristiana se componen de pequeños gestos que logran neutralizar a todos aquellos rasgos potencialmente realistas del ser que se oponen al idealismo impregnado de deber ser. Y las vidas ejemplares son aquellas que disimulan, ocultan o minimizan todos aquellos rasgos que perturban la conciencia cristiana, todas aquellas cosas que cuadran dentro del amplio concepto de pecado. No hay vidas ejemplares, sólo gestos ejemplares de una vida que está atravesada por el pecado y lucha contra él para que se manifieste lo menos posible. Quizás, la vida ejemplar sea aquella en la que el pecado ha hecho menos estragos, aquella en la que el pecado ha sido y es contrarrestado de una manera más inteligente.

Y estos gestos ejemplares se dan en una vida que está atravesada por el pecado, se dan en cualquiera de las personas que han aceptado a Cristo y en aquellas que todavía no lo han aceptado también, aunque desde una perspectiva diferente. No hay personas que puedan superar la barrera ontológica del pecado, sólo personas que pueden contrarrestar, con la ayuda de la gracia de Dios, de una mejor forma al pecado que está siempre deseoso de manifestarse.

El cristiano tiene gestos de ejemplaridad, lo que no significa que tenga una vida ejemplar en sentido realista. O quizás, lo que llamamos vida ejemplar no es más que un conjunto de gestos que afloran en todos los seres humanos en determinados momentos de la vida. Si recurrimos a los textos bíblicos podremos notar que los personajes de sus historias están llenos de aciertos y de grandes errores, de momentos de grandeza y de momentos de gran depresión e incredulidad. Podría dar muchísimos ejemplos al respecto, pero sólo basta con decir que el Apóstol Pablo luego de haber tenido una experiencia de conversión sin igual, fue reprendido por Pedro en Antioquía porque estaba obligando a judaizar.

De modo que el cristiano tiene momentos de ejemplaridad a través de sus acciones y momentos de oscuridad manifestada por el pecado en sus diversas formas. Por eso me parece que el tratamiento idealista esconde una parte de la realidad onto-ética del ser humano, como si de esta forma no existiera o no quisiera que exista. Sin embargo, existe y es lo que nos obliga a hablar de gestos, de momentos ejemplares, pero no de una vida ejemplar, o bien de una vida ejemplar, si se quiere, que tiene tantos errores como una vida que no llamaríamos ejemplar. Porque, además, lo que destacamos de ejemplar en una acción es aquello que ha podido salir a la luz, aquello que de alguna manera se ha conocido, pero existen innumerables casos de gestos ejemplares anónimos.

La concepción filo-realista se basa en una descripción fenomenológica de las personas y muestra la totalidad de sus gestos, no sólo los buenos gestos. Apunta a romper con ese manto mitológico que cubre a determinados personajes bíblicos por el solo hecho de ser bíblicos y a determinados líderes evangélicos u de otra denominación cristiana que creen que están por encima del resto de los mortales, por el solo hecho de ser líderes que, más que un honor debería ser un compromiso de servicio irrenunciable, que muy pocas veces se ve.

No le interesa a la concepción filo-realista tapar la basura con parches de idealismo ilusorio, puesto que, además, sería imposible hacerlo, puesto que la basura está siempre, nos acompaña el resto de nuestra vida y nos encara permanentemente para ocupar el primer lugar en nuestra vida. La basura es el pecado en todas sus formas de manifestación. No puede ser encubierto, no se deja, no queremos, aunque tengamos un imperativo del deber ser que nos sirva como regulador de nuestras acciones. El imperativo es la voluntad de Dios registrada en los textos hagiográficos, que nos impele a vivir de una manera que escapa a nuestra posibilidad ontológicamente real. Pero entonces, ¿cómo es que Dios nos pide que vivamos de una manera que choca decididamente contra nuestra naturaleza?

Está claro que el mandato divino reviste el carácter de obligatorio, es decir, debemos vivir como Dios establece; sin embargo, no por obligatorio deja de ser idílico y potencialmente difícil de ser cumplimentado, al menos, en todas sus demandas. Y el mandato es difícil de ser vivido porque nuestra naturaleza no ha sido destruida en el momento de la conversión, sino destronada, pasada a segundo plano, pero no como inactiva, sino como latente presta a que le demos lugar. De modo que se establece una resistencia, una lucha entre el deber ser o lo que Dios quiere que seamos o hagamos y el ser o lo que nosotros queremos ser o hacer. Y en esta lucha muchas veces sufrimos derrotas parciales y muchas otras victorias parciales. No hay ni derrotas absolutas ni victorias absolutas. La lucha es ardua y nos acompaña por el resto de la vida.

Cada vez que salimos victoriosos de esta lucha, manifestamos gestos de grandeza y momento de plena ejemplaridad que se traducen en buenas acciones para con el prójimo. Por eso hablaba de gestos ejemplares y no de una visa ejemplar. Sin embargo, cada vez que salimos derrotados de esta lucha nuestra vida se sumerge en la depresión y en la miseria espiritual. De manera que una misma persona puede tener gestos de ejemplaridad y de fracaso en distintos momentos de su vida. Y esto les sucede a todos los cristianos de la misma manera, a no ser que haya cristianos que estén por encima de la barrera ontológica de su composición natural.

La descripción realista fenomenológica pone su acento en la vida de las personas tal como se manifiesta y no en cómo se debe manifestar. De nada sirve que tengamos en el nivel del mandato lo que se debe hacer y en el nivel de la praxis lo que realmente somos y hacemos. Intentar juntar en forma permanente ambos niveles es un desafío que tiene como corolario la derrota, puesto que parcialmente el deber ser coincide con el ser y cuando coincide hablamos de gestos ejemplares de una vida.

Que nuestra voluntad quiera siempre cumplir con el deber es mera especulación idealista, dado que no puede querer siempre cumplir con el deber porque está transida por el pecado. Para que una voluntad coincida siempre con el deber, se necesitaría en términos kantianos, una voluntad santa y nuestra voluntad es non santa, no siempre quiere cumplir con el mandato divino porque el pecado se presenta como barrera, como paredón, muchas veces insaltable. Cuando se logra saltar, estamos en presencia de gestos ejemplares y lo destacamos justamente por estar más allá del promedio de las acciones humanas.

Sólo con la intervención del espíritu Santo en nuestras vidas podemos, cuando le damos el lugar correspondiente, manifestar gestos ejemplares y parecernos un poco a nuestro modelo por antonomasia: Jesucristo. Justamente, Cristo fue la única persona en la que su voluntad coincidía siempre con el deber, porque no estaba sujeto a una naturaleza pecaminosa, porque era Dios. El resto de los mortales sucumbimos al deseo de oponernos a la voluntad de Dios y hacer nuestra voluntad.

Así, sólo logramos manifestar gestos de ejemplaridad cuando ponemos a Dios en primer lugar y queremos que nuestra voluntad coincida con el deber mandado, de lo contrario, nuestra vida está transita por la más entera oscuridad onto-ética. Y es una verdadera lástima que sean pocas las veces que deseamos coincidir nuestra voluntad con el mandamiento, con el deber mandado por Dios en su Palabra.

Aquellas personas que ponen a Dios en primer lugar con mayor asiduidad, logran mayor número de gestos ejemplares que se traducen en una vida de bendición personal. Quienes, por el contrario, ponen a su ego en primer lugar, transitan por la oscuridad del pecado y del fracaso. Claro que poner a Dios en primer lugar cuesta una lucha diaria con la carne o naturaleza pecaminosa, no es gratuito. Si así lo fuera, es decir, si no costase nada, entonces nuestra voluntad coincidiría plenamente con el deber, y eso es exactamente lo que no sucede siempre ni puede suceder siempre, salvo en contadas ocasiones que catalogamos como ejemplares.

Ahora bien, si nuestra voluntad no puede ni quiere hacer el bien, salvo cuando es movida por el Espíritu de Dios, es decir, cuando el Espíritu nos convence de hacer lo bueno, ¿por qué con un rastro de idealismo se insiste desde los púlpitos que debemos vivir como Cristo? ¿Qué sentido tiene poner en los simples mortales una carga idílica tan pesada sobre sus vidas? ¿Acaso aquellos que predican semejante desafío han alcanzado la vida de Cristo? Supongo que no. Que deberíamos ser como Cristo no hay ninguna duda, que podamos ser como Cristo es imposible. De manera que cuando el deber ser desconoce las posibilidades ontológicas del ser para cumplir con el mandato divino, lo somete a una prueba difícil de ser superada y genera un grado de culpabilidad que conduce a la frustración y a la desesperanza.

Que debamos vivir como Cristo debe operar como una idea regulativa de nuestras acciones, pero nunca nos debemos olvidar que es eso, una idea regulativa que está en el plano del deber ser intentando regular el plano del ser. Pero como el plano del ser es el plano de la libertad en donde los humanos decidimos permanentemente qué queremos ser y hacer en cada una de nuestras acciones, muy pocas veces nuestra libertad coincide con la idea regulativa de bien enmarcada en el mandato divino. Ambos planos se contraponen y tienen un amo y horizonte distinto. El plano del deber ser está regido por la voluntad de Dios y nos conduce a una vida con propósito, aunque con pruebas y luchas; el plano del ser está gobernado por nuestra voluntad que es libre de hacer lo que quiera y su horizonte es incierto.

Sólo a veces ambos planos coinciden y por eso lo destacamos, resaltamos los gestos ejemplares de una vida en la que el Espíritu se ha manifestado con poder, gracias a que la voluntad humana ha querido coincidir con el mandato divino. Sin embargo, en muchas otras ocasiones la relación existente entre ambos planos es de antagonismo. El ser lucha decididamente contra el deber ser, se resiste a cumplir con lo mandado por Dios.

La relación entre ambos planos no sólo es antagónica, sino además, es de dependencia, puesto que el plano del deber necesita materializar su ideal de vida en el ser y el plano del ser necesita tener como marco regulativo de sus acciones al deber ser. Y esta relación de antagonismo y de dependencia perdura toda la vida.

No es fácil sustraerse al embrujo de predicar contenidos que revistan un clara orientación idealista, es decir, anunciar cómo se debe vivir es una tarea relativamente fácil, basta con leer los textos sagrados. Eso es predicar desde el deber ser, desde el lado de Dios; sin embargo, anunciar un evangelio teniendo en cuenta la problemática humana para ajustarse a lo mandado es mucho más difícil y mucho menos predicado.

Todo sabemos cómo debemos vivir, lo que no podemos es vivir como sabemos. Aquí la dualidad saber—vivir se pone de manifiesto. Entiéndase bien, nadie está proponiendo predicar un evangelio más fácil de ser vivido, sólo que se comprenda a la hora de predicar la Palabra de Dios, que todo su contenido está en el plano del deber ser porque nace del corazón perfecto de Dios y nuestras vidas se mueven en el plano del ser, de la finitud y del pecado.

Cuando se intenta desde el púlpito que los cristianos vivan en la plenitud del mandato, se ejerce una violencia farisaica que se pone en el lugar de juez de las acciones de los demás y se miente descaradamente. Se confunde lo que debe ser con lo que potencialmente puede llegar a ser, pero de hecho, muy pocas veces, sólo en algunos momentos se alcanza, por todo lo dicho anteriormente.

Entonces los cristianos asumen un nivel de responsabilidad ética que excede el marco de sus potencialidades ónticas y se genera un conflicto intrasíquico difícil de resolver. Sabe que debe vivir de acuerdo al mandato divino y al mismo tiempo que no puede vivir de acuerdo a la exigencia del deber ser. Y este conflicto es reforzado por prédicas que van decididamente con el martillo del idealismo buscando aplastar a todo aquel que se encuentre en falta. Y seguramente se van a encontrar faltas, puesto que las hay en todo ser humano.

Esta incapacidad para hacer lo bueno el apóstol Pablo la señaló de manera brillante en su Epístola a los Romanos: “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”. Aquí el Apóstol describe la lucha que transcurre en su interioridad, entre el querer hacer el bien y el no poder hacerlo. Y más adelante dice: “Quien me librará de este cuerpo de muerte”.

Sin duda, la experiencia paulina es similar a la experiencia de cada uno de los cristianos que deben luchar contra una naturaleza pecaminosa destronada, pero no destruida, que los somete y no les permite vivir de acuerdo al deber ser. Este conflicto intrasíquico requiere de la ayuda del Espíritu para poder atenuarlo y salir victorioso, aunque sólo sea algunas veces.

A esta altura del ensayo pareciera que la mirada sobre el tema es más bien pesimista; sin embargo, no se debe confundir pesimismo con realismo. No es ser pesimista decir que existen gestos ejemplares en una vida que también tiene gestos que no son ejemplares, que es imposible expresar en forma divalente la perfección de la vida cristiana, porque tal perfección no existe ni va a existir nunca y que no se pueden confundir los planos del deber ser y del ser. Esto es puro realismo. Basta con mirar a nuestro alrededor el comportamiento de los cristianos, para darse cuenta a simple vista que detrás de sus buenas acciones se encuentran acciones que rayan en diversas manifestaciones que contradicen el espíritu cristiano que está reflejado en los evangelios. Y esto es natural, es lo que vengo sosteniendo en todo el trabajo. No es posible vivir de acuerdo al ideal bíblico dentro de una naturaleza que está determinada y estructurada para combatir ese ideal. Sí es posible manifestar gestos ejemplares y esa es la tarea que los cristianos tenemos por delante.

Pero hablar de una vida enteramente ejemplar no es más que una utopía idealista e ilusoria, que requiere de un ser que no sea humano, de un ser que no conozca el pecado, que pueda vivir en un plano eidético. Sin embargo, la vida cristiana está transida por la lucha, la pasión, la contradicción y no solamente por el amor, la entrega y el sacrificio. Esta muy bien que se incite desde la Biblia y desde el púlpito a abandonar el pecado; lo que está muy mal es creer que se puede vivir una vida sin pecado y se legalice tal posibilidad, como si dependiera del esfuerzo humano el poder vivir sin pecado. Es cierto que podemos resistir al pecado, lo que no es cierto es que en ese intento de resistencia siempre salgamos victoriosos. Y muchas veces es eso lo que se predica desde el púlpito.

El único que ha podido vivir siempre en el plano del deber ser fue Jesucristo. El fue el único y el último. No hay ni habrá otro jamás. En Cristo el deber ser coincidía perfectamente con el ser. No había ningún agujero entre ambos planos porque El era la Palabra hecha carne y porque a Él se le había dado el Espíritu sin medida y a nosotros en la medida de nuestra fe. Cristo fue la más acabada expresión de la ejemplaridad de la vida y es el único que puede decir: “Quién me redarguye de pecado”. En Cristo coinciden sus gestos ejemplares con la ejemplaridad de la totalidad de su vida. No hay puntos oscuros en El ni es posible que los haya, puesto que pertenece a un estatus ontológico superior y perfecto, porque en definitiva, Cristo es Dios y sólo El pudo cumplir con la totalidad de lo mandado. Claudio Gustavo Barone