Los divinizadores de la
Razón, como Voltaire, Sartre, entre otros, nos han dejado un mundo en donde la
indiferencia, el alejamiento, la hostilidad y burla ante Dios, son las muestras
más opacas de la miserabilidad moral del hombre. Que la Razón ha fracasado en
generar condiciones materiales de existencia dignas para todos, (algo que Marx
expone magistralmente en su Manifiesto); en su intento denodado
por terminar con la religión (viejo sueño comteano); al insistir en que la
madurez de la humanidad posibilitaría que la Biblia pase a ser sólo historia
(profundo sentimiento volteriano), lo demuestran Lyotard,
Habermas, Cioran (filósofos postmodernos) por nombrar algunos.
Pero, ¿cuál es el
legado que los dueños de la Razón han producido? Basta con levantar la mirada
para darnos cuenta de que el mundo en que vivimos es un caos, que los valores que
se proclaman como auténticos, son sólo deformes caricaturas de un hombre en decadencia. El hombre postmoderno
se preocupa por la ecología, por el cuidado de la casa de todos, pero ignora,
naturaliza y permite que miles de seres humanos se mueran de hambre cada 20
segundos. Se preocupa por el cuidado de los animales (buena tarea), pero es
cómplice de los miles de abortos clandestinos y/o legales que se realizan día a
día en todo el mundo. Insiste en que el cuidado de la salud es fundamental,
pero abroga por legalizar las drogas para consumo personal.
En un mundo que vive en
la contradicción de todos sus enunciados, cubierto por la apariencia del progreso
tecnológico, sólo basta demostrar que el índice de problemas comunicacionales,
ya sea a nivel familiar, como interpersonal se ha multiplicado
considerablemente. La virtualidad en
las relaciones interhumanas se ha naturalizado como verdaderos gestos de
humanidad. El mensajito, el chat, entre otros, han ocupado el lugar de la
visita personal y el abrazo. Las distancias se han acortado, tanto como las
relaciones genuinas de comunicación verbal y afectuosa.
Por otro lado, las
enfermedades psicosomáticas, el estrés, el ataque de pánico, la anorexia, así
como los accidentes cerebrovasculares están a la vanguardia; son epidemias
difíciles de combatir, puesto que son sistemáticas a un mundo que vive más
rápido de lo que piensa, como si lo único que existiese fuese el eterno presente. Para todo se corre,
como si la muerte nos persiguiera desde atrás. La pausa para la contemplación
cognoscitiva está devaluada, puesto que, para algunos, no es rentable. Todo se piensa en términos de números, fogueando el
famoso “vales por lo que tienes”, mientras se cabalga en el consumismo
ilimitado y las leyes dominantes del mercado económico.
Se ha perdido el centro
identitario que nuclea al hombre con Dios. Y como todo está permitido, puesto
que Dios no existe, al decir de Nietzsche, Sartre, lo absoluto se torna
relativo, lo trascendente se convierte en inmanente, la única verdad, en
múltiples y contradictorias verdades, la realidad en perspectivas. Sin embargo,
aquello mismo que el hombre desestima (la Soberanía de Dios) es la única
alternativa para que pueda recoger cada uno de los pedacitos de un mundo
fragmentado en infinitas desilusiones.
No hay tiempo para
seguir divinizando la Razón y despreciar al Creador de todas las cosas.
Necesitamos asirnos de Dios por medio de Jesucristo, para encauzar nuestra vida
en el rumbo adecuado. No hay muchas direcciones correctas, puesto que Cristo es
el único camino. Él ha establecido para el hombre los principios verdaderos que
nos llevan a una vida de propósito, a un destino cierto y a la gloria eterna.
Busquemos a Dios y
vivamos bajo su racionalidad, que no postula logros inexistentes, que no
vaticina cambios radicales en la existencia material exterior, sino verdaderos
cambios en la interioridad, que se profundizan día a día cuanto más nos
acercamos a Él. Porque de lo que se trata, no es de ser más rico o más
reconocido (ya Aristóteles mencionaba en su ética a Nicómaco, lo efímero que
son estas cosas), sino de ser más sabios y más santos. Lo importante consiste
en reflejar los valores del reino desde la misma práctica, no sólo enunciarlos
simplemente.
Para una vida gloriosa,
necesitamos una entrega incondicional a Dios, quien puede recogernos en sus
brazos, marcar nuestro camino con su racionalidad, y dirigir providencialmente
nuestra vida de acuerdo a sus eternos propósitos. Mientras que el hombre se
cree el Señor de la historia, y ha
producido este deplorable mundo, Dios, el verdadero amo y Señor, (quien no juega
a los dados con los hombres, como dijo Einstein), y tiene el absoluto dominio
sobre todas las cosas, nos espera para abrazarnos. ¿Desatenderemos su
invitación?
Claudio G. Barone
Prof.
de Filosofía (UBA)
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