lunes, 14 de septiembre de 2009

Ser cristiano en América Latina hoy

(Los antídotos contra el relativismo)
Introducción

Lo que denominamos con el nombre “postmodernidad” está haciendo estragos en la sociedad mundial y sobre todo en los países latinoamericanos en donde la inestabilidad política en algunos, la pobreza inhumana en otros y el exceso de movimientos o manifestaciones cuasi evangélicas, se oponen, desalientan y destruyen el mensaje cristiano, prometiendo salvatajes y soluciones en las que no tienen en cuenta la Palabra de Dios como autoridad definitiva y segura para un cambio genuino a nivel social e individual. .

Estamos en un mundo postmoderno, en un mundo en donde el sapere aude ha sido reemplazado por el carpe diem, en donde el dios Apolo ha sido fraccionado en mil pedazos, mientras Dionisio ha sido rescatado orgiásticamente de una manera notable. La revaloración de las experiencias individuales, del cuerpo del otro y del cuerpo propio es mucho más atractiva que cualquier tratado de filosofía. Las explicaciones rápidas a problemas grandes, las soluciones inmediatas y milagrosas están a la suerte del día. La desconfianza por el otro, el vacío emocional, la indiferencia y ensimismamiento, la cruel frialdad e individualidad se rescatan como valores positivos. La expropiación de la posibilidad de crecer en lo económico, la imposibilidad de terminar una carrera se torna más evidente en los países latinoamericanos.

El ardid del relativismo que profesan los que se adaptan al espíritu de esta era postmoderna, choca decididamente contra los fundamentos inmutables del cristianismo bíblico. Si la verdad es relativa a cada una de las personas, entonces es funcional, procedimentalista y meramente instrumental o utilitarista. No hay que buscar ninguna verdad fuera del hombre ni en otros hombres, la verdad se la da cada uno y es lo que cada uno quiera creer.

Si el relativismo implica que existen múltiples lecturas de la realidad y que cada una de ellas se hace de lugares absolutamente distintos, entonces no nos queda más que respetar las diferencias. Sin embargo, respetar las diferencias significa mantenerlas y mantenerlas significa naturalizar el contexto de desigualdad en el que han surgido. Este es un serio problema, porque se puede caer en el error de justificar cualquier cosa por el mero hecho de respetar al otro. Se torna imposible tratar de respetar los fundamentos que llevaron a los nazis a crear los campos de concentración. Resulta imposible tratar de comprender por qué a las mujeres en el mundo islámico se le practica la oblación del clítoris. Si respetar es igual a mantener y mantener es igual a naturalizar, estamos en serios problemas

En este mundo postmoderno todos se apresuran por llegar, pero sin saber cómo y adónde. El presente se torna incierto y el futuro poco promisorio. La aceleración de la vida atentan contra la propia vida humana. El estrés, la bulimia y la anorexia hacen estragos en los jóvenes. Las adicciones ponen palabras donde el vacío emocional las oculta. El miedo a la muerte expresado en el llamado “ataque de pánico” cobra cada vez más víctimas. Y por supuesto, la tarea educativa está cada vez más devaluada. Lo cierto es que en un mundo donde todo está tan fragmentado, en donde no existe ningún saber que sea absolutamente verdadero, la propuesta cristiana está mucho más cuestionada.

En un mundo en donde asistimos sin rezongar a la subjetivización del objeto y a la objetivación del sujeto, en donde los objetos adquieren características humanas, dado que se los requiere, respeta y aún se mata por ellos, mientras que los humanos nos vamos cada vez más cosificando, desvalorizando, animalizando y masificando, la actividad educativa cristiana se torna totalmente imprescindible.

Esta reivindicación del homo mensura protagoriano desplaza a Dios del escenario de la historia y coloca al hombre en el centro de la escena, de su propia escena, creada a su imagen y semejanza. El antropocentrismo que se desprende del relativismo termina con toda pretensión cristiana de afirmar principios últimos y verdades transgeneracionales, válidas para todas las épocas, dado que tienen a Dios como autor y fundamento supremo.

Contra un mundo que sostiene un crudo relativismo en materia axiológica, gnoseológica y que profesa el materialismo en todas sus formas, el cristiano tiene que estar cada vez más preparado para dar respuestas a los múltiples y heterogéneos problemas de la sociedad postmoderna. No debe dejarse engañar por las artimañas de un sistema que se opone a Dios y a todos sus principios y formas de vida.

I- El primer antídoto contra el relativismo: Las razones de Fe

Sin duda, no hay mejor remedio para combatir el relativismo gnoseológico y en materia de fe que impera en Latinoamérica y en el mundo que la fuerte preparación bíblica y filosófica. Es necesario desarticular el “yo pienso y creo lo que quiero”, la conducta perspectivista, y poner en su lugar sólidos fundamentos explicativos de las diferentes problemáticas sociales, metafísicas y neofilosóficas. No es posible que quienes estén dando estas respuestas sean personas ajenas al pensamiento cristiano. Se necesita valor para enfrentar este caos de ideas que aflora en nuestras sociedades y para ello mucha preparación y conocimiento de cuáles son las ideas que más perturban el orden social y contradicen el orden espiritual estatuido por Dios.

Si bien este caos de ideas que se nutre de la muerte de los grandes relatos, del achicamiento de esperanzas para el futuro, de la angustia que tiene el hombre por no encontrar respuestas firmes y verdaderas para sus acuciantes problemas económicos y espirituales, van minando de un sinsentido el corazón humano y, asimismo, desplomando toda ilusión ultraterrena, esto mismo marca un gran desafío para los cristianos latinoamericanos para sembrar el evangelio desde el profundo conocimiento y con un compromiso por el otro sin igual, sin rematar el evangelio con promesas exageradas, tales como: en Cristo nunca más vas a tener problemas, sino con un respeto total por la integralidad del evangelio que nos invita a tomar la cruz cada día.

No es posible combatir el relativismo en todas sus formas de expresión con cristianos que no tienen muy en claro cuáles son sus ideas con respecto a la Biblia y el mensaje de Cristo. Si como cristianos no tenemos en claro cuáles son nuestros principios y no estamos dispuestos a vivir por ellos, entonces no podemos ayudar a nadie, no podemos actuar en función de la luz que Cristo dijo que somos del mundo, no podemos salar la tierra. Necesitamos comprometernos con la realidad latinoamericana y dar respuestas desde la Palabra de Dios frente a los agudos problemas del hombre.

Al relativismo se lo combate con certezas y éstas sólo las encontramos en la Palabra de Dios que es absoluta. Para contrarrestar las dudas y el carpe diem que propone el hombre postmoderno con su creciente relativismo, debemos conocer lo que Dios quiere para nosotros, su corazón, pero también su cabeza, para hablar en sentido antropomórfico.

Algunos cristianos sólo conocen su corazón, tienen mucho entusiasmo pero le faltan ideas, y sin ideas es imposible contrarrestar doctrinas como el materialismo dialéctico, la evolución u otras similares. Entonces se transforman en sensacionalitas y tienden a condenar a todos aquellos que no acepten lo que ellos piensan.

II-El segundo antídoto contra el relativismo: La santidad de vida.

No basta con tener un profundo conocimiento del contenido teológico y del espíritu postmoderno imperante en nuestra sociedad, es necesario llevar una vida que sea verdaderamente ejemplo para quienes nos rodean, que despierte en los demás un profundo deseo por preguntar qué es aquello que nos hace vivir diferentes al resto. Se necesita poner todo nuestro esfuerzo y nuestra voluntad para poder renunciar a aquellas cosas que nos impiden homologar la estatura de Cristo, reflejar su amor y su estatura espiritual.

El mundo está harto de los hipócritas que predican una cosa y hacen otra, ya bastantes ejemplos surgen cotidianamente de la vida política: políticos que prometen en las campañas electorales no sólo más de lo que pueden hacer, sino cosas que saben que no van a hacer, políticos que cambian de partidos o se asocian a coaliciones con el sólo hecho de obtener poder, sin importarle la desesperación y el hambre de la gente, abogados que defienden a narcos y a ladrones por intereses económicos, jueces que cajonean causas y reciben una importante bolsa de dinero, delincuentes acaudalados que pagan fianzas para recuperar su libertad; el mundo está cansado de estas cosas y los cristianos somos su única esperanza, debemos mostrarles con nuestro ejemplo que las cosas pueden y deben ser diferentes.

Sin embargo, es dable decir también que muchos que dicen ser cristianos adoptan los valores de este mundo y de este espíritu. Algunos líderes predican sobre el amor, que es mejor dar que recibir y viven en mansiones y andan en automóviles último modelo, mientras en su propia Iglesia hay gente que no tiene para comer; más aún, algunos propietarios de más de una casa le alquilan a sus propios hermanos sus viviendas a precios exorbitantes y después hablan del amor en el púlpito. Y no hablemos de aquellos líderes que piensan que deben ser servidos y nunca se acercan a los hermanos y ni siquiera saben donde viven. Con líderes que no se ocupan de las personas y no entienden que el que no vive para servir, no sirve para vivir, o como dijo Cristo: “Yo no he venido para ser servido, sino para servir”[1], es imposible producir un cambio profundo en Latinoamérica.

III- El tercer antídoto contra el relativismo: La entrega de amor y el sacrificio total

No sólo debe haber cristianos que conozcan concienzudamente la Palabra de Dios y vivan una vida santa, ya que como dice la palabra: “Sin santidad nadie verá a Dios”, sino que es esperable también que la entrega al servicio cristiano sea total, que donde halla una necesidad allí estén los cristianos para tender una mano sin esperar nada a cambio, que estén dispuestos a amar con todo el corazón.

En cuanto al por qué debemos amar sólo bastaría con afirmar que Dios es amor [2]como razón suficiente. Que el Dios que nos impone el deber de amar, se impone a sí mismo el deber de amarnos con amor eterno, con verdadero y sublime amor. De modo que Dios nos pide que hagamos lo que él hace, lo que él es, lo que quiere que nosotros seamos. Dios es el manantial de amor que fluye permanentemente. Así lo expresa Kierkegaard en su oración: “¿Cómo podría hablarse rectamente del amor si quedases olvidado Tú, oh Dios del amor, de quien procede todo amor en el cielo y en la tierra?[3]Parafraseando a San Agustín: Dios es la recta medida del amor, que es el amor sin medida.

Dios es el por qué del amor, el pleno cumplimiento de su propia esencialidad. El por qué debemos amar lo responde el mismo corazón de Dios y los cristianos no tienen ninguna objeción al respecto. Todos están de acuerdo en que el amar al prójimo es la base del amor a Dios, dado que, como dice el apóstol Juan: “Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?[4]El amor a Dios no es un concepto puramente racional, requiere de un compromiso activo con relación a la realidad social.

Si debemos amar porque Dios es amor, debemos amar imitando el amor de Dios, aunque sea desfiguradamente, para saber justamente qué es amar. Amar es entregar lo más querido en favor de los demás, es negarse a sí mismo y renunciar a todo egoísmo. Es tomar la cruz como modelo de sacrificio vicario y expiatorio. Es ponerse en el lugar de los demás soportando muchas veces el desprecio injustificado. El verdadero amor cristiano, el que se nutre de la eternidad y se funda en ella, no consiste en charlatanería barata ni en largas y repetidas oraciones desde el cómodo lugar de la oficina pastoral o del convento; tampoco en largas peregrinaciones a lugares inalcanzables, ni de sermones elegantes homiléticamente construidos ni de flagelaciones corporales innecesarias; el verdadero amor consiste en sacrificio que mueve a la praxis, que desparaliza, que persigue la meta de la satisfacción de la necesidad ajena que no puede ni debe esperar, que es impaciente y que debe serlo.

El verdadero amor se expresa a través de los frutos, por medio de lo que produce y no por el deseo de producir, ni por la aspiración ni el conocimiento teórico de que se debe producir. La vida secreta del amor que habita en lo oculto de la interioridad del corazón humano, debe manifestarse en público por medio de la calidad de sus frutos, de la auténtica y genuina transformación de vida que está dispuesta, si es necesario, a dar su vida por los demás.

La calidad de los frutos revela la calidad de creyente, porque no puede un árbol bueno producir malos frutos ni un árbol malo producir buenos frutos. Y los buenos frutos se reconocen por una vida transparente y que es consecuente consigo misma, con una vida en que se ha reconciliado el decir y el hacer, en la que amar no es tanto un deber mandado, sino una necesidad querida y consentida. De manera que es una necesidad para el amor manifestarse por medio de los frutos; sin tal necesidad, no hay verdadero amor y tal árbol merece ser maldecida como una higuera infructífera.[5]

Si no hay frutos del amor, sólo existen las hojas de las palabras huecas y descomprometidas. Como dice El apóstol Juan: “Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad”[6]El amor cristiano debe ser más que algo asentido, algo fuertemente vivido y practicado. Debe ser auténtico y maduro, porque… “el amor inmaduro y engañoso se conoce en que su único fruto son las palabras y las expresiones locuaces”[7]

De manera que amar es jugársela entera como se la jugó Jesucristo en Getsemaní, es cambiar el deseo de mi voluntad en pos de abrazar una causa que inspire suplir todo tipo de necesidades humanas y cotidianas. El por qué y el qué es amar está coimplicado en la misma persona de Dios y ejemplificado magistralmente en el despojo de sí mismo, de su gloria en la encarnación.

¿Cómo debemos amar? Con todo nuestro corazón, con todo nuestro cuerpo, con toda nuestra inteligencia; en definitiva, con toda nuestra existencia, buscando ser, al menos, una sombra activa de lo que fue la cruz de Cristo. Debemos amar con la firme convicción desinteresada que no hay mayor certeza en el mundo que sea superior al entregar la vida, si es necesario, por los demás.

Debemos amar en forma incondicional, sin esperar recompensas terrenas ni limosnas pasajeras, puesto que el tesoro del cristiano está en los cielos y no en la tierra. Amar de esa manera nos libera de egoísmos mezquinos y adulaciones ensoberbecedoras, nos asemeja a Dios aunque sea muy mínimamente, nos otorga verdadera independencia. Así lo expresa Kierkegaard: “…este “tú debes” libera al amor en feliz independencia. Tal amor no nace y muere conforme a la ley de la eternidad, es decir, no muere nunca; tal amor no depende de esto o de aquello, solamente depende de lo único que libera, por tanto, es eternamente independiente”[8]

El cómo debemos amar debe estar impulsado por el tú debes y por el yo quiero elegir ese debe como si yo lo hubiese mandado para mí mismo. Debo amar el tú debes como un imperativo que nace de mi propia voluntad, que se me impone desde lo querido y elegido por mí y no como la carga impuesta externa de una voluntad divina. Sólo eligiendo por convicción el tú debes se puede amar verdaderamente. El debe de la prescripción debe ser transformado en un debe de la elección; sólo así el tú debes no tendrá el sabor agrio de lo meramente prohibitivo, sino el dulce aroma de lo gratamente elegido.

En cuanto a cuál es el objeto de nuestro amor está claro que son todos y cada uno de los hombres que viven en este mundo. Y cuando digo todos están incluidos aún aquellos que son nuestros enemigos, aquellas personas que no nos quieren por los más diversos motivos. Porque “quien de verdad ama al prójimo, ama también en consecuencia a su enemigo. Esta diferencia: “amigo o enemigo”, es una discriminación en el objeto del amor, pero el amor al prójimo contiene de seguro un objeto indiscriminado. El prójimo es la completamente incognoscible distinción entre hombre y hombre, o la eterna igualdad de los hombres delante de Dios”[9]

De manera que el verdadero amor no distingue amigos de enemigos, sino que los agrupa a todos bajo el manto del deber de amarlos. Es un amor según el Espíritu y no según las inclinaciones, un amor de abnegación indiscriminado, que no ama al que lo ama, sino a todos los hombres. “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis?”[10]

En términos kierkegaardianos, amar a los que te aman es el amor por predilección y no es otra cosa que una forma de amor propio, una duplicación del yo. Amar sólo al amigo y al amado es como amarse así mismo. El yo del amor propio se fusiona con el yo de la predilección y de esta manera se duplica el egoísmo del amor propio, que no es más que la divinización de uno mismo, que es idolatría. El amor que se cimienta en la eternidad, el amor movido por el tú debes, es un amor que ignora todo tipo de predilección, va más allá de ésta, y se sacrifica abnegadamente por la totalidad de los hombres, obturando las diferencias con las palmas del corazón.

Conclusión:

Si los cristianos pudiésemos practicar estos tres antídotos, muchas de las cosas que existen en este mundo cambiarían, la maldad no se extinguiría, pero menguaría en gran escala. Creo que como cristianos somos un poco responsables de tener una Latinoamérica partida y vendida al pecado. Muchas veces callamos ante la injusticia, la explotación y los abusos de diferentes índoles, por miedo, por egoísmo o por el simple hecho de que a nosotros no nos pasó. El “no te metas”, se ha naturalizado y lo hemos incorporado como parte de nuestra vida. ¿Y si nos empezamos a meter?¡ Cristianos de Latinoamérica: despertad!



[1] Esta expresión que encontramos en los evangelios resalta en profundidad lo que Cristo pensaba del servicio, a pesar de que algunos líderes actuales podrían expresar, sin dudas: “Yo no he venido a servir, sino a ser servido”.
[2] 1 Juan, Cáp. 4, versículo 8.
[3] Kierkegaard, Las Obras del amor, Tomo I, Pág. 57.
[4] 1Juan, Cáp. 4, versículo 20b.
[5] Evangelio de Mateo, Cáp. 21, versículo 18-22.
[6] 1 Juan, Cáp. 3, vers. 18.
[7] Kierkegaard, Las Obras del amor, Tomo I, Pág. 56.
[8] Kierkegaard, Las Obras del amor, Tomo I, Pág. 96.
[9] Kierkegaard, Las Obras del amor, Libro I, Pág. 139.
[10] Mateo Cáp. 5, vers 43-44 y 46.

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